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—Estás bajo mi protección.


—Preferiría ser libre.


Ruán se mantuvo en silencio unos instantes mirando a los ojos del undhiano.


—¿Aceptas mi invitación?


—Sí.


Alguien, oculto entre el rebaño, escuchaba la conversación. Cuando la pareja se hubo alejado, se dirigió a la tienda de Stihán.


Gheywin había pasado el día holgazaneando por el campamento obano. Aparentemente, curioseó cuantas actividades de sus moradores le permitieron. Así, pudo disfrutar de los kertches, sabrosos y nutritivos pasteles hechos a base de queso de showir. También visitó los hornos en los que se forjaban las afiladas armas obanas. Guardó en su memoria cuantos detalles pudo sobre su almacenamiento, con vistas a la fuga que pensaba llevar a cabo esa misma noche.


Aunque vagaba libremente gracias a las instrucciones que los guardianes habían recibido del propio Ruán, pudo comprobar que era observado, espiado diría mejor, a cierta distancia. Por esa razón actuó con discreción cuando husmeaba por las zonas de los diferentes gremios de la aldea. Conversó con los carpinteros que construían extrañas máquinas de guerra, con los maestros instrumentistas que practicaban hipnotizadores sones con los tambores de guerra, con las mujeres que elaboraban tejidos fuertes entremezclando finas hebras de metal con hilo recio de pelo de showir.


A media tarde ya tenía una idea bastante completa sobre sus necesidades para la huida y dónde conseguir cuanto precisaba. Para no despertar sospechas, aceptó la invitación a cenar que le hizo Ruán. Para su sorpresa, en la tienda se encontraba también Stihán acompañado de varios de sus compañeros de armas. Gheywin fue prudente haciendo caso omiso a todas las provocaciones de que fue objeto y se retiró temprano aduciendo que deseaba madrugar para continuar conociendo el campamento y a sus gentes.


Ya en su tienda, no se dejó llevar por la ansiedad y se obligó a dormir un par de horas hasta que el campamento estuviera tranquilo y desierto.


Algo después de medianoche se asomó al exterior. A la luz azul verdosa de las lunas de Mendh—Yetah no vio que hubiera ningún centinela en las proximidades. Se dirigió sigilosamente, ocultándose en las sombras que proporcionaban las tiendas, hacia el almacén de las armas. Cuidando de no ser visto por la escasa guardia que vigilaba la zona, eligió una lanza, una espada corta, una daga y una honda. Además tomó un peto y protecciones para las muñecas. Más tarde, en el almacén de alimentos, cargó un zurrón de kertches y tomó una cantimplora que llenó de agua. Después se dirigió hacia el sur pasando entre el rebaño de los grandes rumiantes que pastaba despreocupadamente, teniendo mucha precaución de no despertar recelo entre los aislados e irascibles machos. Casi cuando estaba a punto de salir de los límites del campamento, se dio cuenta de que no llevaba ungüento. Se recriminó mentalmente su descuido pero no regresó a buscarlo. “Tendré que arreglármelas sin él —pensó”.


Andando primero y a la carrera después, en una hora había puesto una decena de kilómetros de por medio entre él y la aldea obana.

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