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La llanura de Har, donde estaba situada la ciudad del mismo nombre, capital del reino de Iskhar, era inmensa. Contenía vastos bosques y un ancho y profundo río que rodeaba la ciudad, estratégicamente situada en una isla del mismo. A ambas riberas del río, la ciudad se había extendido en arrabales donde malvivían colonias enteras de obanos que trabajaban para los Iskhares en los oficios más desagradables.


Solamente un camino conducía a la puerta principal de la ciudad. A ambos lados de esta vía, grandes murallas separaban los suburbios de obanos del camino. Estas murallas se prolongaban hasta una ciudadela al lado del enorme puente levadizo que salvaba el río frente a las puertas de Har. Éstas eran gruesas y estaban fabricadas de madera y reforzadas por fuertes traviesas de hierro de manera que eran necesarias varias docenas de fornidos obanos para abrirlas y cerrarlas.


Contrastando con el gran grosor de las murallas de Har, había muy pocos soldados para defenderlas y es que los iskhares confiaban plenamente en la inexpugnabilidad de sus fortificaciones y, sobre todo, en sus poderes mentales. Además, el horror que provocaban sus hordas de whorgos les permitían vivir tranquilos, en la seguridad de que no serían atacados.


Casi en el centro de la fortaleza se elevaba un palacio en el que residía la corte de Iskhar con el Señor de Iskhar, su familia y los cortesanos.


Adosado a éste, el Templo, sede de los Brujos de Iskhar, tenía prohibida la entrada y nadie, excepto el Señor de Iskhar  y los propios brujos y sus sirvientes, podían acceder a su interior.


Era precisamente dentro del templo, en la lujosa sala de ceremonias, donde el Señor de Iskhar dialogaba con el Brujo Mayor. Tenía el semblante serio, fruto de la preocupación resultante de la noticia que le habían dado.


—¿Cuándo lo habéis notado?— preguntó a éste.


—Esta noche, en cuanto se ha producido. Nadie puede hacer que el tiempo recupere su curso normal sin que nos percatemos.


—¿Quién es el responsable de esto? ¿Hay algún traidor entre nosotros?


—No. El tiempo ha sido restablecido desde fuera del templo, desde fuera de Har.


—¿Cómo es posible?


—Sólo se me ocurre un nombre: Rhunwer.


—¿Por qué ella?


—Es la única que puede hacerlo. También Uhrima pero ella vive desde hace mucho tiempo en el mundo dual.


—Tal vez haya regresado...


—No lo creo. Cuando se está demasiado tiempo lejos de Mendh Yetah se pierde mucho poder para efectuar los tránsitos. Me inclino por Rhunwer.


—Y, qué me dices de ¿cómo se llamaba?... Rhwima.


—No. Tampoco. Nunca fue tan poderosa.


—Bien. ¿Qué haremos? Como comprenderás, este asunto trastoca nuestros planes, nos hace más..., vulnerables.


—Según cómo se mire. La restitución del tiempo ha sido parcial. Sólo ha durado unas horas.


—Sí pero, si estás en lo cierto y ha  sido obra de Rhunwer, ella no hace las cosas porque sí. Si ha restituido el tiempo, ha de ser parte de un plan. Mandaremos un escuadrón a las montañas para buscarla. Mientras tanto, debéis vigilar con celo y comprobar que el tiempo continúa detenido en todo momento.


—Así se hará.


El Señor de Iskhar regresó preocupado a su palacio. Los acontecimientos se estaban precipitando. Pensó en Rhunwer. “Debí haberla matado” —se dijo.

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