No recuerdo a casi ningún estudiante de esos dos años, sólo aquellos que sus familias en alguna forma me adoptaron; de los profesores puedo decir lo mismo. En esta construcción nueva aparecieron algunas familias que hacen parte de mi historia profesional por varias razones: una, eran numerosas; dos, todos los integrantes estudiaban en la misma institución; tres, eran fieles a Oliva. Recuerdo algunas familias: Méndez, Ferro, Benito, Barahona, otras, menos numerosas, se me escapan de la memoria. En realidad desde el primer año y casi toda mi estancia en el magisterio, estuvo presente la familia Méndez; en la casona de mi primera estación el niño mandadero de Oliva pertenecía a esta familia que siempre me consideró como uno de ellos. Recuerdo con especial afecto a Estela y a Patricia. La primera me confesó, años después, su amor de adolescente y la segunda llenó vacíos afectivos durante un espacio apreciable, a pesar de la diferencia de edades, digo, en el camino de la vida volvimos a cruzar nuestras vidas unos veinte años mas tarde y nos enredamos en una atracción sin futuro que debió terminar por su propio bien y mi salud mental y familiar. La familia Benito era otro cuento, estaba compuesta como por doce hijos, todos leales a Oliva y todos hiperactivos, se desaparecieron de mi entorno durante años y años hasta un día en que un señor gordo y con el rostro lleno de cicatrices dejadas por el acné me saludó por el nombre; lo miré detenidamente y distinguí algunos rasgos, identifiqué la familia más no el nombre, tuvimos una conversación que me llenó de rabia y amargura, el hombre que dialogaba conmigo hizo una carrera de ingeniero, montó una empresa de reciclaje y se vanagloriaba de sus propiedades, me preguntaba: ¿Y, usted, profe, qué tiene...? En la inopia. ¿Y de Oliva? Siguió con sus visitas nocturnas con su camisón transparente y sus eternas lágrimas. Los inquilinos cambiaron pero los que llegaron no me motivaban a nada, aunque eran de mi edad su charla me fastidiaba porque venían de provincias y no me aportaban nada. Sin embargo, los estimé sinceramente y asistimos a fiestas con Oliva y amante incluido y le hacíamos cuarto para que no la pescara don Albeiro y, cosa curiosa, los tres muchachos que compartíamos el techo de la casa y la desgracia de soportar a la bruja teníamos el mismo nombre y, en las fiestas, aprovechábamos para confundir a las personas, ellos más que yo porque eran normales, a mí me importaba un comino llamarme Hernán, Hermenegildo o Crispín.
Durante el primer año tuve una noviecita en un pueblo cercano; al principio me la cuadré por no sentirme solo y llevarle la idea a mis amigos de barrio, con los meses me encapriché de ella y fue la segunda que me puso a tiro de muerte sin contemplaciones, se llamaba, o se llama porque aun vive, Lolita y se quedó muy atrás en mis recuerdos. Yo vagabundeaba en las noches capitalinas, le hacía cacería a algunas maestras que me ponían bolas (así no fueran agraciadas), porque tenía en la cabeza metido aquello de “de cucaracha en adelante es cacería” y poco o nada me importaban los amoríos juveniles cuando tenía las zorras nocturnas de los negocios que rodeaban el restaurante de mi padre y uno que otro polvito con maestras. Lolita se portaba como lo que era, una niña normal, de familia decente y yo esperaba más a mis diecinueve agostos de lo que podían darme sus quince agostos, porque cumple el día nueve de dicho mes.
Jugaba billar y me emborrachaba los fines de semana con los amigos de ocasión. Repartía mis fines de semana entre mi casa y la capital y era un maldito perdulario que no sabía, a veces, qué hacer con su alma. Sin embargo, creo haber cumplido con mi deber de profesor porque los niños que estudiaron conmigo, hoy hombres padres de familia y aun abuelos, los encuentro en el camino de la vida y me recuerdan anécdotas olvidadas por mí y llenas de amor por lo que hacíamos. Uno de los recuerdos más persistentes son las dramatizaciones de episodios históricos que yo utilizaba para explicar la historia patria. En la primera estación usé títeres, ayudado por dos hermanitos de apellido Cleves que estuvieron un año conmigo en tercero de primaria y se trasladaron con rumbo desconocido.
Es increíble cómo cambia la idiosincrasia de las personas de uno a otro sitio y no hablo de distancias; los niños de la escuela antigua, de los dos años pasados comparados con los de ahora, de este año y en edificio nuevo, parecen otros, incluyendo a los que siguieron con nosotros, parecen otros, ¿será el edificio? No sé, son los mismos pero no son los mismos. Las tardes son eternas, los niños cabecean, dormitan, bostezan y me hacen bostezar y siento un fastidio infinito, ¿cuándo termina esta maldita jornada? Y los dos negros de mierda en el pasillo, felices con su par de locas que les pararon bolas y yo ¿por qué con ellos si yo soy blanco? Pero no les dije nada y con solo miraditas no se levanta nada, gran pendejo, mire a ver si se despercude y actúa pero, qué va, si a mí se me tiemblan los pantalones delante de las hembras y ¡qué va loco, a usted le falta es írseles a ese par de manes de frente y tal...! Fueron dos años planos, monótonos, sin sentido, por lo menos en lo profesional para mí. Por esa época se inventaron dar un suplemento alimenticio por parte de la secretaría de educación que consistía al principio en una mogolla, después llegaron con queso y poco más tarde con pescado; los padres de los niños debían aportar una suma poco significativa y, ¡Aquí se armó el negocio para los directores de las escuelas! Salvo dos o tres que cuento con los dedos de una mano, todos los demás se involucraron en una u otra forma con el tráfico de mogollas y aquí quiero recalcar que hablo de los que conocí y puedo dar fe, si en otros centros educativos ocurrió, no me consta y no sé nada. Pongo el ejemplo en pesos de hoy, porque por la época existía y funcionaba la moneda fraccionaria, y ni chóferes ni comerciantes se habían ingeniado la manera de desaparecerla de la circulación, que ese es otro cuento. Los padres aportaban algo así como la décima parte del valor real del alimento y el distrito pagaba el resto, corrió el rumor que era un aporte gringo y que los panes venían con sustancias anticonceptivas; muchos padres creyeron la mentira y, aunque pagaban, porque era obligatorio, prohibían a sus hijos consumir dicho alimento, entonces, como empezaron a sobrar porque venían contadas según el reporte de matrícula, al principio se les vendía a otros alumnos pero, al ver que el tamaño era muy superior a panes del comercio y de mejor calidad, a un director se le ocurrió repartir un día si otro no y les vendía a los tenderos del sector que hacían fila para comprar los panes que pagaban al triple de los niños y revendían por el doble de lo que pagaban; las de queso y pescado hasta por el triple. Por ejemplo: el niño desembolsaba un peso, el tendero las pagaba a tres pesos al director y las vendía a seis pesos, precio inferior al de otros panes de la misma calidad y tamaño. Un director regó el rumor de que los emparedados se estaban dañando y, en otro barrio de la capital, se habían intoxicado varios niños, como la noticia apareció en la prensa los papás se preocuparon y no dejaron que sus hijos comieran. El director del cuento vendió durante dos meses o un poco más todas las que pudo y dejó dañar unas doscientas que hacían bastante bulto; cuando el hedor podría convencer a cualquier incrédulo, citó a los directivos de la Asociación de Padres que abrieron un hueco enorme en la tierra y enterraron las mogollas dentro de los talegos; luego se procedió a levantar un acta juramentada del entierro donde se aseguraba que se habían sepultado veinte mil panes en estado de descomposición. Dicho director se metió en la bolsa el equivalente de diecinueve mil y pico de panes, mas lo que habían cancelado los niños, mas la ganancia que dejaban los tenderos y todos tan campantes. Y este es sólo un botón de muestra de la voracidad de los directivos docentes cuando se trata de dineros o de auxilios que se dan a los estudiantes; este caso ocurrió hace más de treinta años pero se sigue repitiendo con insistencia durante los siguientes años de mi vida docente con otros artículos; no soy testigo de todos, por eso esto es una novela y no hay nombres propios de tal manera que al que le caiga el guante que se lo plante o chante como dice el refrán popular.