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Con el tiempo nos hicimos grandes amigos, a pesar de todas las enormes distancias que nos separaban, y le tapé varias irregularidades en el manejo de los fondos escolares y de la asociación de padres. A pesar de su tamaño y corpachón tenía una voz relativamente suave, bien modulada y su expresión oral ante el auditorio era medida, bien calculada, académica, claro, era profesor universitario.  Me presentó ante los estudiantes como el nuevo profesor de tercero de primaria; bueno, me dije, no me dejó ni desempacar y de una me asignó un curso, que le vamos a hacer, para eso estudié y lo que necesito es trabajo, los niños respondieron al unísono mientras a mis espaldas sentí pasos, entonces el enorme director volteó su humanidad y su mirada y les dijo:

-“Aprovecho para presentarles a la profesora Lola de primero; el profesor Barón de cuarto”, este era un profesor casi ciego,  encorvado y salido de un cuento de hadas de mis años infantiles todavía frescos en la memoria, era la imagen viva que yo tenía de un alquimista medieval sólo que estos no fumaban y mi compañero parecía un tren de carbón; “la profesora Oliva que todos conocen”, los niños agacharon la cabeza y ahí mismo adiviné quien era la dueña del rebaño “que, como todos los años se hará cargo de segundo; el profesor Villafañe de quinto”...

Debo decir que el negrazo no sólo era director de la escuela Bolívar a la que me envió doña Emelina. El hombre ostentaba la dirección de lo que, educativamente, siempre se llamó zona escolar y que para la fecha se distinguía como Zona Novena. Aun hoy recibe ese distintivo como demarcación administrativa.

En adelante lo nombraré únicamente como Villa para no confundirme ni amargarme el rato más de lo que me lo amarga su recuerdo desagradable en el tiempo;  después supe que este era el de las formaciones y el Ejército Rojo, que les enseñaba a saludar en cinco idiomas y cuando alguien entraba en el salón se paraban, se cuadraban militarmente, chocaban los tacones y esperaban la orden de sentarse sin dejar escapar un sonido. El negrazo  director continuó: “...el profesor Álvaro, de cuarto, y nos queda faltando otro profesor para el otro cuarto”, yo pensé, para el cuarto de los chécheres, y me sonreí, varios niños me miraron y sonrieron pero ante la mirada del  idiota comandante del ejército rojo retomaron su posición de  militares infantiles.

Este primer año es uno de los que recuerdo con mayor cariño. A pesar de mi inexperiencia y de que los compañeros eran más versados en el manejo de la niñez, me integré con mis niños de manera total. Jugaba con ellos a la hora del descanso y con Álvaro Beltrán organizamos campeonatos, de lo que fuera, en el espacio tan reducido que teníamos como patio de recreación. Pasados unos meses   trasladaron a Villa con todo y mugre y apareció un profesor Patiño, colorado y bonachón, que se hizo cargo del curso quinto y con quien volví a encontrarme en el camino de la vida en los mejores términos. No fuimos grandes amigos porque el hombre poco y nada de relaciones sociales, cumplía su trabajo y desaparecía, hasta el día siguiente. Esto fue como al final del año 1967. Los enfrentamientos con Villa habían pasado a la historia y he tratado de borrarlos de mi memoria.

Olvidaba mencionar a Lola, la profesora de primero, bella como persona pero feota la pobre. Compensaba su escaso atractivo con un corazón enorme y una dedicación a sus pequeños tan grande que se me gravó de por vida. Fuimos buenos amigos, nada más porque no me nacía,  su apellido se me olvidó o mejor, no quiero recordarlo para dejar esto en los términos de ficción. La profesora de segundo era Oliva, la dueña del negocio, no en vano prestaba dinero a los profesores y esa era su gran fortaleza. Después del primer préstamo uno quedaba atrapado porque iba cobrando poco a poco y cuando la deuda llegaba a su final le ofrecía una nueva cantidad y así sucesivamente, de manera que la deuda de uno se parecía a la deuda externa del país, llegaba un momento en que se convertía en impagable. Ella buscaba la manera de aliviar la tensión y recibía por adelantado parte de la prima de navidad, el dinero que habría de llegar por ascensos, etc. y como era conocidísima en la Secretaría de Educación, lograba que el cheque no se lo entregara al interesado sino a ella, descontaba su parte y entregaba el escaso sobrante a la víctima. Digo víctima porque así se sentía uno, que había hecho planes fantásticos con el dinero que iba a recibir y se había hecho la ilusión de no pagarle a ella hasta otra oportunidad y la maldita lo dejaba a uno viendo un chispero. Desde un comienzo caí en la trampa y permanecí demasiados años dependiendo de sus desgraciados préstamos, por desordenado. Al fin aprendí a manejar mi plata y me liberé para siempre de sus garras.

Como profesora era una mierda. La pobre no enseñaba porque no tenía los conocimientos indispensables; con el tiempo vine a saber que a duras penas había completado sus estudios primarios en una escuelita de su departamento y, quien sabe como, se las ingenió para ingresar en la nómina de los profesores distritales. También descubrí que, a pesar de llevarme varios años de edad, demasiados digo ahora, había entrado a laborar cuatro años antes de mi ingreso y, siempre escogía el grado segundo de primaria porque le parecía el más fácil. Lolita enseñaba a leer y a escribir en primero, pasaban a segundo y caían en sus manos. En esos primeros años el gobierno regalaba cuadernos y cartillas, de manera que Oliva llamaba a uno de los niños sobresalientes de cuarto o quinto y lo ponía a copiar de la cartilla en el tablero mientras los niños de segundo trascribían del tablero a sus cuadernos. Uno de sus preferidos era uno de los Méndez, si, de esa familia que me acogió y que yo supe querer en la persona de dos de sus representantes femeninas. Ella salía al banco (Siempre se la pasaba en alguno de los bancos de la localidad), a llamar por teléfono o a su casa, que distaba dos cuadras de la escuela, a vigilar y martirizar a la muchacha del servicio. Regresaba y recogía cuadernos, para “revisar”. Repartía palo a los estudiantes que no habían copiado todo, arrancaba las hojas de los cuadernos desordenados, dosificaba más azotes y dejaba como lección aprender de memoria cuatro o cinco páginas de lo que acababan de copiar.. Al otro día,  llamaba por lista, uno a uno, y el niño llamado extendía la mano mientras recitaba la lección, por cada error recibía un reglazo; si retiraba la mano se le duplicaba la dosis y si, de alguna manera se negaba, la mal parida vieja llamaba al papá o la mamá del niño y les hacía azotar a su hijo, delante de todo el grupo escolar. Nunca pude explicarme como los padres de familia le llevaban la idea y como los maestros y directivas docentes jamás, en cuarenta años que laboró, le pusieron tatequieto.

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