Si preguntáramos qué relación existe entre Combray e Ibagué, la respuesta sería que aparentemente ninguna. Combray es la ciudad que Marcel Proust idealizó en su primera novela, “Por el camino de Swann”. Con ella el escritor francés reveló que la escritura literaria es una búsqueda de lo perdido en la infancia. Ibagué, un punto más en el universo, fue el lugar donde viví la infancia y en la que imaginé mi primera novela, esa de la que apenas hay unos esbozos en mi relato “Agua y aceite”.
Ambas ciudades representan los recuerdos de niñez de dos seres perdidos en el laberinto del tiempo. Proust logró recobrarlo a través de su obra, suficientemente conocida. En mi caso, el esfuerzo infantil por escribir una novela con los elementos que me ofrecía la realidad de niño de clase baja en una ciudad intrascendente, es el impulso que aún me mueve a persistir en la literatura. Porque escribir es ir en busca de esos recuerdos, como lo hicieron Rulfo con Comala o García Márquez con Macondo. Como hoy todavía lo hacen Abad Faciolince con Angosta o Mario Mendoza con la Bogotá llena de historias macabras. Combray o Ibagué, Angosta o Bogotá, todas representan la idea de ciudad que un individuo elabora con los recuerdos de la infancia.
El tiempo es el gran misterio del universo. Él mismo nos va enseñando que la única manera de recuperarlo es precisamente haciendo literatura, por ser ella el mecanismo a través del cual el hombre embellece la filosofía, y porque como proponía el idealismo alemán, el mundo objetivo no tiene valor sino gracias a como el hombre lo representa en su pensar y en su sentir. Escribir es hacer conscientes esos elementos y aventurarse a buscar el tiempo perdido. Germán Espinosa va más allá al afirmar que lo que nos mueve a escribir es un deseo inconsciente de venganza, sobre todo de vengar la niñez. A lo mejor toda la literatura no sea más que la manera de recobrar la memoria de la infancia, ya sea como ejercicio lúdico o como venganza.
La experiencia también me ha enseñado que no se nace escritor. A través de los años se va descubriendo el llamado. A veces temprano, en otras tarde. Pero en todas surge por medio de la lectura. En mi infancia, paralelamente a la vida, vinieron las lecturas: “La Isla del tesoro” de Stevenson, “Las mil y una noches” y un libro determinante, “Los viajes de Gulliver”, en el que creí ver reflejadas muchas de mis inquietudes. La novela que intenté escribir en esos años era un eco de estos tres libros. Hoy todavía ese eco retumba en mi memoria. Más recientemente la influencia de Borges ha sido rotunda. Stephen King dice que todos empezamos en la escritura imitando a nuestros modelos y que no debemos sentir vergüenza por ello. Yo he cumplido ese proceso. En uno de mis relatos, “La primera pieza del tesoro”, la influencia borgiana queda al descubierto: un muchacho aspirante a escritor, pero que no pasa de ser un lector incurable (un enfermo del «mal de Montano», según el escritor español Enrique Vila-Matas), descubre las claves que le permiten develar un tesoro. El autor del acertijo es un bibliófilo ya fallecido. El muchacho y el bibliófilo confluyen en la mutua admiración de las grandes obras de la literatura. Al escribir el último párrafo del cuento descubrí que los personajes estaban inspirados en “Utopía de un hombre que está cansado”, de Borges, y que en ambos estaba yo mismo. Con ello queda dicho todo. Por suerte la imitación de los modelos es sólo un paso. Después viene el descubrimiento de la propia voz, que es como empezar a caminar sin ayuda de nadie.
No se puede ser escritor y desconocer que, como decía Germán Espinosa, el que escribe tiene muy poco de sabio. Si lo fuera no lo haría, como Jesús o Sócrates. Además, rara vez el escritor dice cosas inteligentes. El que se arriesga a escribir no vive pendiente de tales factores, sino de recuperar su tiempo perdido (aún a despecho de la gramática y sus inquisitivos guardianes, como lo hiciera Cervantes), y al recuperarlo hace que otras vidas se vean afectadas con lo mismo. Pero nunca logra decir lo que quiere decir. Citando palabras de Cesare Pavese: “en la página queda siempre algo que no ha sido dicho”. Ese es el misterio de la escritura, como el tiempo lo es para el universo. Ambos elementos se conjugan para convertir a un individuo en instrumento de la fantasía.
Avanzamos por los pasadizos del laberinto inventado por Dios. Nuestra abigarrada época impide que seamos conscientes de ese fenómeno que nos convierte en los hombres más viejos de la humanidad, ya que cargamos con un amplio pasado. Los viejos no son los antiguos sino nosotros, los postmodernos. Pero a la vez, para concluir con palabras del propio Marcel Proust, cada individuo arrastra consigo la longitud de sus años de un lado a otro. La mayoría terminan aplastados por el peso de ese volumen que se pierde, con el advenimiento de la muerte, en el olvido. Escribir es ir en busca de ese tiempo perdido.