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El peligro de haber leído algunos libros es que en ocasiones terminamos metiendo las narices donde no debemos. En cierta oportunidad me crucé en una biblioteca con dos jóvenes, un muchacho y su novia, quienes preguntaban a una de las dependientes sobre el Ulises de Joyce. Atraído por la referencia a uno de mis libros predilectos, y mientras la dependiente buscaba el libro en los anaqueles, me acerqué al muchacho para preguntar si lo estaba leyendo.

Me dijo que la interesada era la novia, una muchacha cuya pinta parecía más la de una seguidora de los rockeros del Dr. Crápula, que una discípula de Joyce. La pinta es lo de menos, me dije, y continué indagando (ustedes saben: esos vicios de profesor de colegio que nunca se quitan). La muchacha explicó su deseo de leerlo, pues algo había escuchado sobre la obra. El muchacho, por el contrario, observó que él lo había intentado y que había terminado aburriéndose. “Lo más harto, concluyó, es que la historia empieza en un barco, y detesto que las novelas empiecen en un barco”. Se trataba de un asunto de gusto, así que no discutí, pero sugerí, saliendo en defensa del libro, intentar leer algún capítulo, así no fuera el del inicio; que existían libros a los que había que «jugarles sucio» para cogerles gusto.

Sé que muchos deben estar pensando que las cosas no deberían ser así; que cuando uno lee un libro, éste nos debe atrapar desde el inicio, como decía en cierta ocasión una lectora de Sándor Marái: “Me lo leí de un tajo: es que me atrapó desde la primera página y no pude parar hasta terminarlo”. Afortunada esa persona que ha logrado afinar las fibras de su espíritu para no descansar hasta llegar a la última página. Pero no a todos nos sucede igual, porque tampoco todos los libros son iguales. Decíamos en la Introducción que si el libro no te dice nada es mejor dejarlo: ya llegará otro momento u otro libro que sí te atrape. Pero si el deseo es leerlo, a pesar de que no nos atrape desde el comienzo, bien pueden servir ciertas jugadas sucias.

Aquél día en la biblioteca, en conversación con unos muchachos que estaban cerca de encontrar el tesoro escondido en el Ulises, sentí que no podía permitir que se fueran sin compartirles al menos lo poco que yo tenía: mi experiencia. ¿Por qué no leen, intenté de nuevo, el capítulo tal? Me miraron con aceptación, a pesar de mi pinta de hombre serio, y preguntaron cómo hacerlo. Por lo menos iban a intentarlo: eso era bueno para la literatura y, en especial, para el Ulises.

¿Dónde había aprendido el truco de leer salteando capítulos? Desde luego que no fue en el libro "Como una novela" de Daniel Pennac. Fue una manía que desarrollé debido a la necesidad de devorar la literatura. Pero la práctica de ese juego sucio no había nacido con mi obsesión por Joyce. Mucho antes de conocer el Ulises, incluso mucho antes de tener una idea clara sobre la literatura y su significado para la vida, había aprendido a jugar sucio en las páginas del Quijote.

Las circunstancias que rodearon la génesis de mi locura fueron las clases sobre literatura española que yo dictaba en un colegio de secundaria. Al llegar al Quijote reconocí que no tenía bien clara la historia narrada por Cervantes ni la forma como había surgido y otros aspectos. Claro que en la universidad había intentado leerlo, pero sólo la intención y nada más. Consciente de la realidad, abordé el libro en un ataque de voracidad muy semejante al del sediento que ha pasado muchas horas bajo el sol del desierto. Avancé en la lectura, aunque continuamente me veía obligado a retroceder para reflexionar lo leído (el Quijote es uno de esos libros en los que transmiten el síndrome del bovarismo) o sólo para degustar la prosa del Manco de Lepanto. No lo leí todo. Podrán imaginar que a ese ritmo no lo alcancé a terminar para la fecha de inicio de la exposición. A cambio se me contagió la terrible manía de adelantar capítulos esperando poder imaginar el hilo de la historia y el ritmo que Cervantes quería imponer a su prosa. A los pocos días descubrí que no sólo lo estaba terminando, sino que lograba sacar más provecho y divertirme con más facilidad. De entonces hasta hoy, ese truco ha acompañado mis horas de estudio. Sobre todo, he podido satisfacer más mi sentido hedonista de la lectura. Así lo he hecho con muchos libros, aunque debo aclarar que en algunos casos también he leído de un solo tirón: La vida de Shakespeare por Víctor Hugo, Historia del ojo de Georges Bataille, El olvido que seremos de Abad Faciolince, Crónicas Marcianas de Bradbury y Mientras escribo de Stephen King, son libros a los que ni siquiera el sueño o el cansancio pudieron alejarme de su lectura.

A plazos o de contado la lectura del Quijote es una de las grandes recompensas de todo buen lector. Poco interesa que sea el libro más traducido después de la Biblia o que haya sido plagiado por un escritor contemporáneo de Cervantes. El libro por sí mismo es ya un premio aunque la mayoría de los que intentan leerlo vayan tras las aventuras de don Alonso Quijano, el loco que un día cualquiera, y después de secarse el cerebro leyendo libros de caballería, desempolva las armas del abuelo, monta su rocín flaco y emprende camino hacia el más importante acontecimiento de su vida: realizar hazañas tan prodigiosas como las de los caballeros andantes. El mérito del Quijote es que trasciende la realidad para convertirse en un símbolo del inconformismo de la razón: no hay fórmulas científicas y no obstante está sembrado de verdades que florecen como escolios infinitos. Muchos han creído ver en el Quijote significados sociológicos y hasta esotéricos. Tal vez sólo sea la manera que tuvo Cervantes de narrar su propia historia, plantando en cada episodio una serie de metáforas que en el fondo no son más que una abierta crítica a la condición humana. Libro o emblema de una vida trágica, el Quijote sigue conquistando lectores en todos los idiomas. Esa es otra de sus grandezas: sobrepasar el límite que impone la torre de Babel de las lenguas. Y no por esa maestría el Quijote deja de ser el libro más íntimo. Su filosofía, si así pueden denominarse sus reflexiones, está destinada a la meditación del individuo. Por eso los siglos han preponderado su actualidad, por la facilidad para convertirse en un contemporáneo de todos los hombres en todos los tiempos.

Tal vez lo que me llama la atención del Quijote es que se trata de la historia de un hombre de libros. Y en tanto que es mi interpretación, es tan válida como cualquier otra. Qué importa si el Quijote es un loco o un individuo que finge con genialidad ser un loco para burlarse de la realidad, de su realidad. Todos en alguna ocasión también hemos sido quijotes. Algunos más que otros y otros creyendo que su quijotada es más importante que la de los demás: el que se va a recorrer el mundo montado en una motocicleta, el que se propone libertar a un país haciendo huelga de hambre, el que arma un aparato con alas para sobrevolar su pueblo. A otros la vanidad los lleva a pensar que su quijotada debe ser inscrita en la cúspide del ingenio humano, como el caso de aquél científico que creyó poder descifrarlo el universo sólo con ayuda de la razón. Esa es la quijotada más audaz. Y así, entre las locuras que cada uno realiza creyendo estar guiado por la lucidez, este mundo se debate en una infinita comedia en la que cada cual representa su propio papel de la mejor manera.

Mi quijotada es la más elemental, pero se parece a la de Alonso Quijano en que es producto de los libros. He confiado todo, como Cervantes, a la literatura. ¿A cambio de qué? Del placer de fantasear que puedo ser un hombre de letras. ¿Acaso entienden tal quijotada las gentes con las que me cruzo a diario? Quizá ni lo advierten. Cada uno anda en su cuento, y el mío… Bueno, el mío es la literatura. Poca cosa comparada con la ciencia, con la astrología, con la política, con las leyes, con el fútbol, con los reinados, con la caída de la bolsa, con la supuesta seriedad de la educación. De ahí que muchos crean que me encierro en mi estudio a ver televisión. De ahí que, cuando suelo caminar por el andén de la cuadra, muchos crean que se trata sólo de una extravagancia, ignorando que tal manía es (además de una forma saludable de pensar) un escrúpulo de escritor, ya que siento la necesidad de estar cerca del computador por si se me ocurre alguna idea o un verso nuevo. ¿Podrán entender tal quijotada? El mundo es de los cuerdos y ha sido pensado por gente cuerda. Por eso se juzga la locura como un peligro. A cambio la sociedad inventa sus propias evasiones, es decir, pequeñas formas de «hacerse el loco» sin perder la generalidad de la cordura. Pensemos en las drogas y en el alcohol. La mayoría de las personas que «meten pepas» o se dan un «cocacho» son gente muy cuerda, tanto que tienen programado el espacio de su propia locura. Pero aunque el mundo de las letras, esa comarca por la que todavía deambulan muchos locos a lomo de su Rocinante, sea considerada una locura de menor importancia al lado de la gran locura de la razón, es la única en la que el Quijote que la padece sabe que los golpes de la vida son la isla donde se esconde el tesoro de su aventura existencial, y no hay fortuna más preciada que la conciencia del propio yo, el conocerse a sí mismo. Por eso se empeña en que cada sufrimiento, cada alegría, cada fracaso pase a convertirse en un episodio del único libro que le ha sido dado escribir (¿o descubrir?): su propio destino. Cuando por fin es derrotado, como Alonso Quijano en las playas de Barcelona, pide sólo la caridad de su amada y ser despojado de la vida antes que renunciar al honor de realizar su locura. ¿Acaso no es esa la historia que cuenta Cervantes en su libro?

Podrán existir infinitas interpretaciones sobre el Quijote. Ninguna será menor que las otras. Su destino es infinito como infinita su lectura. Infinita la trascendencia de los temas que aborda: la libertad, el amor, la amistad, el conocimiento, el poder, la sabiduría, la locura de la razón y la razón que hay en toda locura. Infinito el individuo que aprende a descifrar su filosofía. Por eso ninguna lectura será la definitiva ni la última. Alguien estará leyéndolo en algún rincón del planeta en este preciso instante, alimentando su demencia o sencillamente muriendo de carcajadas por las peripecias del héroe de La Mancha. Hace tanto que dejó de ser el libro de Cervantes para convertirse en la parodia más ingeniosa de nuestra vanidad intelectual. Mejor sería leerlo como se lee la Biblia: para nutrir el espíritu sin importar en qué página se abre. Instituirlo en el salterio donde cada individuo va descifrando las líneas de su propia comedia.

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