Recordar la propia juventud es algo siempre interesante, cuando se es joven, y se vive rodeado de otros jóvenes en el ambiente escolar o la familia, parece quizá que a todos aguarda un destino parecido. Pero si recordamos aquellos años nuestros y vemos que fue pasando el tiempo, y como fue fraguando nuestra vida personal y la de nuestros amigos y compañeros, y como nuestros destinos iban serpenteando por unas rutas que quizá ahora, años después, nos parecen sorprendentes, comprendemos enseguida que la adolescencia es una etapa decisiva en la historia de toda persona.
Los sentimientos fluyen en la adolescencia con una fuerza y una variabilidad extraordinaria. La adolescencia es la edad de los grandes ánimos y de los grandes desánimos, de los grandes ideales y de los grandes escepticismos. Una etapa en la que emerge quizá una imagen propia e inflexible y con trayectoria, con frecuentes dudas y largas y difíciles batallas interiores. Muchos experimentan una amarga sensación de rebeldía por no controlar sus propios sentimientos. Se sienten tristes y desalentados o incluso resentidos y culpables, quizá porque son demasiado perfeccionistas e inquisitivos, y quieren verlo todo con una claridad que la vida no siempre puede dar.
Quieren entrar en su vida afectiva con mucho ímpetu, y pretenden salir luego de ella seguros e inamovibles con todas sus ideas como en letra de molde, como aquellas viejas planas de caligrafía de los primeros años de colegio, limpias y sin la menor tachadura. Y al chocar con la complejidad de sus propios sentimientos se encuentran como inundados por una tristeza grande, y pueden sentir incluso ganas de llorar, y si les preguntas porque están así, es fácil que respondan desolados: “no lo sé”.
A esa edad hay muchas cosas que ordenar dentro de uno mismo. Hay quizá muchos proyectos y, con los proyectos desilusiones e inseguridades. Y no hay siempre una lógica y un orden claro en su cabeza. Se mezclan muchos sentimientos que pugnan por salir a la superficie. Las preocupaciones de la jornada, la enumeración de recuerdos pasados que resultan agradables o dolorosos, y quizá estén deformados en un ambiente interior enardecido, todo eso confluye en su mente cada día en una torrente mezclando las aspiraciones más profundas del espíritu con los impulsos más bajos del cuerpo.
Y en medio de esta amalgama de sentimientos algunos de ellos opuestos entre sí, va cristalizando el estilo emocional del adolescente. Día a día irá consolidando un modo propio de abordar los problemas afectivos, una manera de interpretarlos que tendrá su sello personal, y que con el tiempo constituirá una parte muy importante de su carácter.
Conocerse a uno mismo.
Hace ya más de veinticinco siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. Y en el templo de Delfos podría leerse aquella expresión socrática: “Gnosei seauton- Conócete a ti mismo”-, que recuerda una idea parecida; conocerse bien a uno mismo representa un primer he importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto a lo largo de los siglos.
La observación de uno mismo permite separarse un poco de nuestra subjetividad para vernos con un poco de distancia, como hace el pintor de vez en cuando para observar cómo va quedando su obra. Observarse a sí mismo es como asomar la cabeza un poco por encima de lo que nos está ocurriendo, y así tener una mejor conciencia de cómo somos y qué nos pasa.
Por ejemplo, es diferente estar fuertemente enfadado, sin motivo, pero dándose uno cuenta de lo que está sucediendo, es decir, teniendo una conciencia auto reflexiva que nos dice: “Ojo con lo que haces, que estas muy enfadado”.
“Quieres conocerte,
Observa la conducta de los demás;
Quieres conocer a los demás,
Observa tu propio corazón”.
Friedrich Schiller.
Delia Eloísa Dousdebés Veintimilla.
19/06/2019
Tomado del libro EL VALOR DE UN IDEAL.
“Un estilo de vida para personas con necesidades especiales”.