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Ahí, en torno a la fogata, mi protagonista se apacienta y se consuela, rompiendo ese silencio que tortura al pulsar la guitarra cuyas cuerdas sonoras, al tacto vibran y que, con pulque, jorongo y sombrero libertan al  jaranero contenido.

Absorta y enamorada, a unos metros lo escucha una arrobada Adelita, una más del puñado de mujeres mexicanas de largas trenzas negras atadas con listones de colores que lo mismo viaja por tren, a caballo o a pie. Sumisa y silenciosa, balancea sus mancilladas caderas al andar, como todas, se siente enamorada del General. Soñadora, dispuesta, y presta a dar la vida con una entrega leal.

Y así continuaría la historia, en el bullicio de los campamentos, entre armas, cañones, corridos y sones. Con las tortillas cociéndose en la fogata, el café con piquete en las ollitas de barro, frijoles en los tazones. Entre rebozos y zarapes coloridos, bien bordados que no dejan pasar el frío al cuerpo ni la desolación al corazón. Circula la botella sin distinción de bocas o de manos, esas manos que se han visto obligadas a matar, ávidas de libertad y gloria.

Pero en este punto la inspiración me abandona y surge el razonamiento aun cuando quiera obviarlo para poder continuar:

A doscientos años de tantos acontecimientos, de la sucesión de traiciones, las penurias, el paso de los héroes bendecidos y de tantas revueltas planeadas buscando romper las cadenas y proteger a la gente desamparada  pienso en las leyes que rigen nuestra constitución, ese libro que nos obligan a estudiar en la escuela para aprender derechos y obligaciones, pero que más tarde, comprobaremos con dolor que tiene más vericuetos y vacíos que  una montaña plagada de cavernas oscuras y que esa lista de artículos son, igual que la novela que me empeño en escribir…una utopía.

Me miro a mi misma lejos del hogar que me vio nacer gracias a una infamia perpetuada tan solo porque las leyes no contienen un artículo que proteja a los mexicanos del abuso de quienes ostentan o son parte del poder, ni tampoco velan por la gente que es amenazada de muerte, acosada y humillada porque ni las amenazas, ni el sueño perdido de un niño que cuenta aterrado los minutos en que la noche tardará en terminar porque en cualquier momento la oscuridad puede ser el cómplice perfecto de un criminal, ni el acoso, ni la humillación están contemplados en la lista de faltas a castigar, como tampoco lo hace por el hombre trabajador que se ha quedado sin empleo y no sabe cómo hará para pagar esa “casa propia” que le llevará veinte años de su vida liquidar, ni las deudas bancarias, ni para dar de comer a sus  hijos y mujer. Mucho menos brindan consuelo al hombre rico que en este momento piensa cómo hará para reunir tanto dinero en tan pocas horas para volver a ver a su ser querido secuestrado, libre otra vez ¡Bendita Revolución que trajo leyes justas a nuestras vidas!

En fin, mejor continúo con mi novela pues pienso en este punto que sería interesante que mi protagonista fuera uno de esos valientes que acudieron prestos al llamado de Madero que los instó a sacudir sus melenas cual leones envalentonados en ayuda del agraviado, que los animó a dejar de callar, a clamar justicia con toda la fuerza de sus pulmones para acabar con el dictador que ostentó el poder año tras año sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo.

Según el libro en el que me estoy documento para efectos de veracidad en mi historia “Ahora podemos decir con orgullo, que en México el sufragio es efectivo y no existe la reelección”, una fantasía más en esa historia que he comenzado a formular. Nada hay más falso que el conteo de votos después de una elección, ninguna obra teatral está tan bien montada como la que se representa en México en la toma de poder y el perdedor sucumbe ante el brillante resplandor –no de una espada desenfundada- sino de los centenarios entregados para pagar su silencio y conformidad a pesar del atropello.

En mi novela inventada, mi México se tiñe de sangre, sangre derramada con coraje y valentía para conseguir un patrimonio, para consolidar una esperanza y que el sudor del trabajo limpio sea motivo de orgullo y no de dolor…dolor como el que padecemos ahora, rodeados de infamia y vileza, en donde los únicos que están siendo cultivados con maestría son los campos de mariguana y en el pavimento no están los cadáveres de los revolucionarios que llegaron montados en sus bien plantados cuacos en pos de defender con la vida un sueño de justicia. En este preciso momento las campanas doblan y las velas se encienden para iluminar el camino de las almas de niños asesinados, de jóvenes masacrados, de madres abnegadas que se desangraron en el pavimento, de hombres de bien secuestrados y sacrificados por culpa de la corrupción, del miedo de los gobernantes a que al hacer justicia la verdad se asome, de la infamia del poder deshonesto y la vergüenza de tener autoridades ineptas que miran con indiferencia el panorama desde sus despachos amueblados fastuosamente en cuyos estantes se ven libros encuadernados lujosamente, libros que probablemente, ninguno de los que han ocupado ese despacho ha abierto porque la gente que lee es gente de bien, sensible, con la mente abierta y la imaginación fecunda. Que lo mismo llora con el ruiseñor de Oscar Wilde que sacrificó la vida para teñir con el rojo de su sangre una rosa blanca que en vez de conseguir la conquista del corazón  de la doncella amada termina en el barro pisoteada por un carruaje, que se emociona con la historia inventada por Luca de Tena cuando  el maduro director del penal que mantuvo inmaculado el amor por su tierna Celia desde la adolescencia, sube a un automóvil dispuesto a recuperarla veinte años después.

 

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