Era la noche joven sin luna bordada de estrellas; era la noche serena llena de cánticos de grillos y susurros nocturnales de chapulines y cigarras. Impaciente esperaba a mi primer amor en el mismo lugar de siempre, bajo el quicio solitario del “viejo portón de ébano” de una vieja casa abandonada.
A un costado de la casa se encontraba “el viejo portón de ébano” clausurado por sus propietarios. Hace largos años, ellos se fueron huyendo de la violencia por amenazas de muerte. Ese lugar se tornaba especial, después del crepúsculo barcino al declinar la tarde convirtiéndose cada viernes, en el espacio clandestino, propicio para nuestros fortuitos encuentros.
La noche que llegaba de ese día era especial; toda placida y fresca que olía a heno verde de campo. La tarde se diluía, y en el ocaso de su fulgor moribundo, apenas alumbraba la fantástica ronda de una rara cuadriga de sentimientos encontrados que traía en ascuas encriptados en mi alma. Esa noche llegó como el navegante en el barco de los sueños; sobre su manto sarpullido de misterio tropical; ya estaba escrito en el pentagrama armonioso del destino, que ella, mi primer amor, por primera vez sería mía.
De pronto llegó. La vi aparecer sonriente y bella. Su cabello suelto flotaba al vaivén del viento vespertino. Traías en tu cuerpo puesta una blusa ligera de color escotada; y una falda corta, que a hurtadillas dejaba entrever insinuante sus atributos esbeltos; y esa vez, coquetamente expuestos y más visibles que nunca a la luz del viejo farol, que comenzaba a darnos su tenue claridad como un mustio sol pendido, de un viejo poste de luz de la calle real que va al pueblo.
Su delicado perfume de flor silvestre, era un aroma más de las crecientes sombras. Verla a ella frente a mí, acercándose lentamente, aturdió mis sentidos y agito mi respiración. Mi mano temblorosa se aferró a su mano; y la acerque a mis labios tímidamente, y la bese una y otra vez… ella respondía a mis caricias complacida con el mismo calor intenso. Juntos, estábamos ávidos de deseo y pasión rebosada.
Sin tropiezos, dejamos que nuestros instintos fluyeran y locamente se desbordaran; cual agua de los ríos mansos que afloran de madre debido a las copiosas lluvias que caen en las montañas. No hubo palabras. Solo dejamos sin limitaciones a nuestra imaginación actuar. Infinitamente nuestros cuerpos respondieron absortos hasta la saciedad.
Aquella límpida noche, cuando nadie pudo detener la tormenta que sucumbió entre nosotros; al calor de nuestras dulces palabras persuasivas de amor brotaban espontaneas. ¡Solo en Dios, pensamos! cuando nos prometimos amarnos toda la vida.
Aquella noche de campo y el viejo farol de pueblo, fueron mudos testigos de lo que allí sucedió junto al “viejo portón de ébano” en aras de nuestro amor que marcara por siempre nuestras vidas.