Un día como hoy, recuerdo que no buscaba nada,
tan solo mi calma y mis pensamientos.
Pero tropecé con una piedra,
y en esa piedra crecía una flor…
Hermosa, delicada,
aunque sus raíces eran de roca.
La tomé entre mis manos temblorosas
y la planté en mi corazón.
Dolía, dolía como si ardiera,
porque esa flor exigía ser cuidada con amor puro,
un amor que desgarraba más de lo que sanaba.
Hubo días en que sus pétalos se marchitaban,
y ella, casi con un susurro cruel, me decía:
"Me estoy muriendo".
Entonces yo, desesperado,
entregaba más amor del que tenía,
agotando mis fuerzas,
derramando mi sangre por mantenerla viva.
Pero otros días…
Oh, esos días eran peores.
Mostraba sus espinas y atravesaba mi corazón,
una y otra vez, sin tregua.
Y yo, ciego en mi devoción,
solo soportaba el dolor.
"Es mi flor", me repetía,
"Es mi vida".
Pero mientras la flor florecía,
yo empezaba a marchitarme.
Cada herida, cada espina,
me robaba un pedazo de mí.
Y cuando la enfermedad me alcanzó,
me di cuenta de algo aterrador:
si yo me perdía,
ella también se perdería.
Entonces, ella, mi flor,
comenzó a buscar cómo sanar sola.
Vi cómo se distanciaba,
cómo sus raíces se aferraban a otras tierras.
Y yo, con un amor desesperado,
intenté sostenerla,
pero fue inútil.
Con el tiempo, la flor se convirtió en un árbol,
uno que daba frutos dulces para otros,
pero amargos para mí.
Crecía y crecía,
y yo solo podía mirarla desde la distancia.
Cuando finalmente me hizo a un lado,
lo entendí todo.
El que necesitaba amor era yo.
El que estaba marchito desde el inicio… era yo.
Aquella flor no era una flor;
era alguien que necesitó un trasplante,
un lugar donde crecer,
y yo, creyéndome fuerte,
fui su tierra prestada.
Al final, me entregué tanto,
que me marchité por completo.