“¿Chata? ¿Dónde estás?” —preguntó el hombre mientras se desabrochaba el gabán. Al fondo de la casa, ella asomó tras una puerta
“¡Ah!, estás ahí. ¿Qué tal el día? ¿Bien? Me alegro. Yo no puedo decir lo mismo. Ya sabes, la oficina. Cada día peor. No sé qué manía les ha entrado a todos con lo de la modernización. Parece como si ya nadie fuera al trabajo a lo que hay que ir: a trabajar. Ahora, que si la satisfacción del cliente, que si el producto final de calidad, que si el procedimiento, que si la imagen..., pero ¿y el trabajo? ¿Cómo van a salir bien todas esas cosas que quieren si nadie trabaja? Todo el mundo dando ideas, cada cual mejor, pero ninguno habla de arrimar el hombro. Ya. Ya sé que no puedes entender por qué me pongo así. Ya sé que para ti no es tan importante pero tengo razón. Ya son demasiados años a mis espaldas y sé lo que me digo. Aunque..., en el fondo, no son los suficientes. No para arrinconar a un hombre que aún puede dar mucho de sí mismo. Parece que no se dan cuenta. ¡Que es media vida por la empresa! Eso habría que valorarlo ¿no crees? Y yo siempre he cumplido. Nunca me han tenido que llamar la atención. Jamás he llegado tarde al trabajo. No como el caradura de Rupérez. Siempre ha llegado a la oficina a la hora que le ha dado la gana y ¿qué ha conseguido?: ahora es jefe de sección. Cada vez que se cruza contigo te mira como perdonándote la vida y hay momentos en los que te puede la impotencia. Pero, bueno, te estoy aburriendo...”
Dejó el traje de trabajo en una percha y se puso un pantalón más cómodo y un suéter. Abrió la nevera y la cerró al instante como quien no está conforme con lo que ha visto.
“ Es que no puedo quitármelo de la cabeza, Chata. Me están dejando de lado como si fuera un mueble viejo. Ya sé que no soy un chaval pero no tienen por qué pasármelo continuamente por el morro. Eso es una situación normal en la persona. Cuando eres joven tienes energía suficiente para dar y para derrochar pero con la edad trabajas con más calma y la constancia suple esas carencias. De todas formas, les da igual. En fin. No se pueden pedir peras al olmo, Chata. ¿Quienes son los que juzgan?: unos ineptos. Gentes que aún no han vivido la vida y a los que hay que buscarles la sensibilidad en el fondo de un pozo que está más negro que sus almas y te aseguro que esas son como el carbón. No. No me mires así que todo lo que te cuento es verdad. Y si no lo crees, fíjate en lo que le ocurrió al pobre Andrés, ese que vive a dos manzanas, el que solíamos encontrarnos en el parque paseando a un caniche. Trabajaba en el departamento de ventas. Toda la vida pateando las calles, las empresas, teniendo que pelear, digo bien, pelear con una jauría de desalmados que presionan porque saben que dependes de su beneplácito para conseguir el cupo. ¡La de veces que tuvo que humillarse ante quien hiciera falta! Y eso que en la gran mayoría de las ocasiones se trataba de personas sin una pizca de categoría humana. Verdadera escoria. Pues bien, le dijeron claramente que ya no valía. Que a sus cincuenta y cinco años no tenía la suficiente agresividad para desenvolverse en el mundillo comercial como exigían los nuevos tiempos. Como si hubiera que vender productos a fuerza de bofetadas. Así que, sin más explicación, una palmada en el hombro y a trabajos varios, a quitar el polvo y a sacar brillo a los escritorios de esos niñatos agresivos de pelo engominado y aplastado contra el cráneo. ¡Claro!. No podía durar porque, aunque Andrés era una buena persona, ya lo pudiste comprobar, ¡cómo trataba al caniche!, aún le quedaban restos de dignidad. De modo que hizo uso de su dignidad y se jubiló con menos del sesenta por ciento de la pensión. Nunca había ganado demasiado dinero pero lo que le quedó fue una miseria. Y todavía no tenía colocada a la pequeña. ¿El resultado?: duró año y medio. Yo creo que nadie sabe de qué murió. Sí. Lo de siempre. Insuficiencia cardiorespiratoria pero me da la impresión de que lo que de verdad le mató fue la tristeza. La tristeza y el desencanto. Asun, su mujer, quedó muy afectada pero el perro... ¿Te has dado cuenta de que últimamente, las pocas veces que le vemos, va siempre atado y ya no es el que era?. Igual te estoy aburriendo. Es que a alguien tengo que contárselo. Estas cosas que te afectan, que te corroen por dentro no se pueden dejar ahí. No se pueden rumiar una y otra vez porque te acaban enfermando. Siempre he creído que tengo suerte de tenerte a mi lado. No tengo a nadie más que a ti y te quiero. Y tú también me quieres ¿verdad Chata?. Claro que sí. Siempre estás pendiente de mí. Eso es porque me quieres, ¿eh?.”
Encendió el televisor. Siempre lo dejaba encendido a un volumen considerable cuando la casa se iba a quedar vacía.
“ Pues imagínate lo que me ha pasado hoy. Ya te he contado otras veces cosas de cuando empecé a trabajar en la Compañía. ¡Aquellos sí que eran tiempos! Y no se trata de una frase hecha. Ya sabemos que vagos ha habido siempre y en todos los sitios pero la mayoría de los que trabajábamos en la Compañía, lo hacíamos de verdad. Fíjate que por no coger, no cogíamos ni bajas. Recuerdo una vez que a Elorza, tú no le conociste, un borrachín muy alto que siempre andaba encorvado, le dio un lumbago de esos que te dejan clavado. Pues, bueno. Se pasó el resto del día sentado en una silla, escorado hacia un lado pero no quiso saber nada de marchar a casa. ¡La cantidad de bromas que le hicimos!. Hubo uno que le decía que no se marchaba a casa porque su mujer iba a regañarle. Que le diría que eso le había pasado por los chatos de vino. Y, ¡cómo se ponía él!. Lo mejor de todo fue que continuó viniendo al trabajo. No veas cómo andaba por los pasillos hecho una ese. Pero una ese tal y como suena. Fue muy cómico. ¿Y García? Ese que se pasaba el día tosiendo y que al final tuvieron que obligarle a quedarse en casa y ponerse en tratamiento porque lo que tenía era una tuberculosis. Otros tiempos, te lo digo yo. Casi todos éramos de esa pasta. Yo, sin ir más lejos, ¡cuántas veces habré ido a trabajar con fiebre!. El archivo era mi responsabilidad y no lo dejaba en manos de cualquiera. ¿Quién mejor que yo iba a localizar cualquier factura entre aquella cantidad de papelotes? Si dejaba que alguien metiera la mano en los archivadores durante una semana, seguro que me llevaba otras dos ponerlo en orden. Pero es que, además, lo veía como una obligación personal. Bueno, a lo que iba: al cabo de cuarenta años de trabajar en el archivo, que yo entré en la Compañía a los dieciséis, me dicen que ya no sirvo y eso duele. Claro, ¿cómo vas a saberlo tú?. Tienes suerte de no trabajar. El trabajo es una selva. Puedes estar segura, Chata, de que he puesto todo de mi parte para aprender el manejo de los ordenadores pero han pasado tres meses y no acabo de distinguir el sistema operativo del güindos o como se llame esa porquería. No sé que es la ram ni la rom ni si memoria es lo mismo que espacio en el disco duro, ¡menudo nombre!. Y, ¿qué me dices del jarguar y el sofguar?. Me he enterado de que el famoso jarguar significa en inglés ferretería o chatarrería o algo por el estilo. Fíjate qué nombres ponen a sus inventos y luego, nosotros, los utilizamos como si fueran la Blblia. La cosa es que esta mañana ha venido el Jefe de Personal al mi mesa y me ha dicho que han contratado a un tipo que va a manejar el Archivo con un ordenador. ¡Valiente mierda!. Se creen que les va a ir bien. Porque los ordenadores también fallan, Chata. Te digo que fallan. Lo que pasa es que los jefes piensan que con esas máquinas entran de lleno en la modernidad y que eso es la panacea. El problema es que, mientras se dan cuenta de que se han equivocado me ponen a mí, a un hombre que lo ha dado todo por la Compañía, de conserje, con un traje azul marino con botones dorados, como si fuera un almirante. Y, así, de un plumazo. Una palmadita en la espalda, que ya veras, José Luis, ¡no veas!, me ha llamado por mi nombre de pila, que en ese puesto vas a estar mejor, más tranquilo, que no te vas a romper la cabeza con todo ese lío de la informática... Así que, desde la semana que viene, de azul en la puerta. He estado a punto de rebelarme, de decir que no me da la gana, que antes me marcho pero ya no me quedan fuerzas. Solo tengo el consuelo de que puedo volver a casa y que aquí hay alguien que me escucha, que me comprende y que me quiere porque tú me quieres ¿verdad, Chata?. Yo también te quiero, ya lo sabes. Pero, en fin, te tengo ahí esperando, paciente y lo que de verdad quieres es salir a dar un paseo. Tranquila, que a mí también me agrada. Este paseíto de después de trabajar es uno de los mejores momentos del día. ¿Estás lista, Chata?. Pues, vamos.”
Se acercó al perchero, tomó la correa de cuero, ajustó el collar a la perra y salieron.