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 - ¿Has visto amanecer?

- ¿NO?

- No sabes lo que te pierdes.

He visto amanecer en el Levante, donde el Rubicundo Apolo estira el cuello, te mira en desafío y pavonea su prepotencia sobre todo el paisaje. He visto el sol trepar entre cientos de montañas y conquistar, a base de luz, un mundo arrugado de tierra y verde-oscuro.

Nunca (lo confieso) había visto amanecer en Playa Dorada. Y fui. Me encaramé a uno de los muchos acantilados, acompañado gentilmente de una amable luna que me indicaba, al menos, las piedras más hirientes.

Escogí uno por creer que era el que más se adentraba en el mar, cuando los acantilados te engañan siempre, porque siempre sus vecinos suelen parecer, al fin, más atrevidos, más altos y mejores atalayas que el tuyo propio.

Me senté en unas piedras, entrañables por incómodas, y esperé.

Mientras una luna trasnochadora se escapaba por el Oeste, a mi izquierda, el color se me hacía agua y un tinte rosa y morado ponía fin a los nerviosos plateados de la noche del mar.

Amanecía, y el azul de este mar de entre dos tierras tomaba por asalto el panorama inquieto de las olas.

¿He estado en otras playas y en Playa Dorada?, me dije.

¡No!

No había estado.

Y comencé a contemplar, desde el principio de esa mañana adelantada, el trajín propio de esas acogedoras franjas de arena.

Un nuevo día
entra a mi alcoba,
un nuevo amanecer
de tantos que asombran;
una nueva aurora
convierte las sombras
en finas perlillas
de blanco rocío.

Su cetro sacude
y en ebúrnea llovizna,
riega los jardines
ajados por el estío,
bordando de lágrimas
sus hojas y flores,
dejando a su paso
un reino de luz,
candor y delirio.

Ahuyenta al silencio
con diáfana mano,
aparta al sueño
su magna presencia.
Camina por montes
escarpando picachos;
se baña en los ríos,
se esconde en los llanos.

Parece un príncipe
que viene y se aleja,
montando un corcel
de todo se adueña.
Cirros opalinos,
e ingentes arreboles,
confunden en la nada
el cerúleo velo matutino.

Aquende, los gallos
sacuden sus alas
y a Dios esbozan,
un canto de alabanza.
Trinan del vergel,
multicolores aves
que airosos vuelan,
de sus nidos a las ramas.

Al alba se enreda

de quimeras los ceibales;

quedando pendidos

como frutos de luz,

en sus ramas.
Mientras los cejos
a lo largo de los ríos,
suben al cielo irisado
en forma de albas

nubecillas por la brisa.

Ufanamente el sol
fanal escondido, emana
detrás del horizonte,
su luz que nos alumbra.
Un leve calor despunta,
cuando comienza a calentar
la mañana, pletórica de paz
y grata frescura...

Miro a través de los cristales
! Cuan hermoso es un amanecer
que diariamente nos visita!
Ya en invierno o en verano,
nos trae la misma dicha
de sentirnos vivos disfrutando,
una vez más de la vida
su angustiosa lucha.

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