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Ir a: Amantes platónicas y amantes mundanas ("Seguiré viviendo" 65a. entrega)

Joaquín no podía marcharse sin pronunciar alguna irreverencia, y aprovechó una cuña radial sobre sexo seguro, para afirmar: «Seguro es con las putas».

 «¿Qué nueva teoría te has inventado?», le dije pensando en una frase de «graffiti»; aunque me pareció que podía ser una afirmación con mucho fundamento. Podía ser cierto en cuanto que las mujeres que trabajan con el sexo se cuidan más de los contagios; a las otras las infectan por ingenuas.

Pero Joaquín salió con una explicación más novedosa, que el requerimiento a una mujer de aquéllas, jamás conlleva el riesgo de una demanda por acoso o violación de que es capaz una mujer «virtuosa».

«¿Ahora entiendes porque es más seguro el sexo con las putas?»

La forma vulgar de referirse a lo carnal me incomodaba y no porque no compartiera sus apreciaciones, sino porque me avergonzaba ante otras amistades. Era la forma de decirlo, sin pulir ideas ni ponerle freno a su lenguaje.

«Expresas verdades con la diplomacia de un animal salvaje», le decía, y prefería hablar con él a solas.

Cuando estaba en presencia de personas que no lo conocían me anticipaba a presentarlo, haciendo mención de sus títulos y dignidades, con la esperanza de que éstos amortiguaran el impacto de sus imprudencias. En el ojo de sus críticas estaban siempre las mujeres dignas y en el raudal de sus elogios las tenidas en la sociedad por malas. Era el efecto de sus experiencias. Había encontrado afecto donde jamás lo había esperado. No creyendo que fuera tan disparatado su argumento, lo remaché con un comentario igual de inusitado:

«No lo digo yo, lo afirmó una amiga mía: “La mujer amparada en una indefensión que no es tan cierta, disfruta ante el mundo de la credibilidad suficiente para hacer trizas con sus argucias la reputación del hombre”. Dice ella que maquinar un abuso es para la mujer algo sencillo y por demás creíble, porque existe en la conciencia colectiva la imagen del hombre agresor y la mujer vejada. Que fácil se repara en el hombre abusivo y difícilmente en la mujer ladina, o en la que se convierte en víctima como consecuencia de sus provocaciones.

«Como quien dice –afirmó Joaquín parodiando una frase famosa que le fascinaba acomodar según las circunstancias– que entre más conozco a las mujeres más aprecio les tengo a las rameras».

«Yo tampoco las tengo por engendros del demonio, y si la sociedad fuera sincera, reconocería que más que tolerarlas, las requiere».

Se lo dije como preámbulo a la confidencia que le hice sobre una prostituta. Se llamaba Esperanza, y estuve dispuesto al escándalo al salir en su defensa. No me molestaba que los Gómez con ella me hubieran encontrado, lo que me molestaba era el tono malicioso de sus insinuaciones. La había invitado a un lugar público a cenar, en demostración de que más que su oficio, pesaban sus virtudes. Era bonita, delicada y de buenos sentimientos. Por eso era mi amiga. Pero lo primero que me dijo Edgar fue:

«¿Qué estarías haciendo con esa mujerzuela?».

No tenía confianza para tocar mi intimidad, menos para descubrir la de Esperanza. Juicio hipócrita, pensé, porque la información sobre Esperanza no le debió llegar por su ascetismo. Pero fue el papel el que aguantó mis iras. Estaba dispuesto a demostrar que prostitutas eran más que las que están en los burdeles. Señoras remilgadas, de pronto como Ana, la mujer de Gómez, empeñada en sus lecciones de moral.

«A cambio de la exclusividad de su cuerpo –escribí–, la mujer recibe alimento, techo y protección del macho. Es una costumbre milenaria, una esclavitud deseada por la misma esclava, una forma de prostitución no declarada. No es menos que la otra, o la otra merece los reconocimientos de ésta. Aquéllas que se toman por vulgares hasta disfrutan a sus clientes, pero las que están en los hogares, sin satisfacción soportan al marido con tal de mantener su privilegio. Se prostituyen las unas y las otras; todas las que sin agrado y pensando en un interés ajeno a lo carnal, convierten el goce en un servicio».

Pero no eran ellas el motivo de mi furia, y opté por moderarme. Anoté que si a las aludidas de consuelo les servía, no estaba en el plan de censurarlas.

«Ni mi corazón ni mi razón admiten la condena hipócrita que la sociedad profiere de labios para afuera. [...] En el sexo las relaciones nacen de la pasión, no nacen del amor. ¡Vivimos de falacias!  Siempre buscando motivos para ennoblecer nuestros instintos terrenales, siempre buscando excusas que justifiquen lo que hacemos con otras intenciones. Las relaciones íntimas procuran saciar una necesidad individual, otra cosa es que al coincidir un deseo mutuo, los miembros de la pareja en forma recíproca se sacien. [...] El sexo es una exigencia egoísta que se maquilla con palabras cariñosas. Pocos tienen la honestidad de confesar que quieren a alguien únicamente por el placer que les prodiga».

Cuando terminé el artículo ya estaba relajado, pero deseaba con propósito malsano que los Gómez, y los que como ellos piensan, leyeran cuando antes mi columna. Quería pasarles la prostitución por las narices y rebatirles su moralismo con el goce erótico. Hoy estoy más convencido que ayer de que al amor verdadero no lo obnubila el sexo y de que al sexo el amor no le interesa. Muchas oportunidades tuve, y más tranquilas, para tratar después el sometimiento de la mujer al hombre. Las mujeres de machista me trataron al resaltar el objeto sexual que son para nosotros. Mis congéneres de feminista me tildaron cuando insté a las mujeres a quitarse los grilletes, a ser independientes, a no dejarse comprar con una vianda, a buscar en el hombre la pasión y el amor sin otros intereses, y a disfrutar su sexualidad con el mismo gusto que advierten en nosotros. El artículo demoró tanto en publicarse, que a mí se me olvidó el disgusto, y a los Gómez apenas hoy vuelvo a recordarlos.

Pero si atrevido fui para los Gómez, para Ernesto pasé por timorato. Amigable y confiado, desnudó sus secretos –cosa de los tragos– en la primera conversación privada que tuvimos desde nuestra infancia. Aunque éramos primos, poco nos frecuentábamos. Pero quiso el destino que en un coctel nos encontráramos. Y compartimos como hermanos, a tal punto que sin mayor reparo me soltó sus confidencias.

«José, a mi edad ya no ando con rodeos con las mujeres».

A media voz y con tono de revelación me dijo:

«Te cuento con franqueza que en las mujeres fáciles encontré la satisfacción que no hallé en las hembras encumbradas. Haz cuentas –decía en medio la su borrachera–. ¿Sabes cuánto inviertes en una mujer decente antes de conseguir lo que pretendes? Y no hablo sólo de dinero, no señor, hablo de invitaciones y regalos; hablo de dedicación, óyelo bien, de tiempo y de paciencia. ¿Y al final qué? De pronto un portazo en las narices, o un bostezo de aburrición al otro lado de la línea. O qué caray, simplemente el hastío que siempre llega. Peor aún, la mortificación de un matrimonio... como el tuyo. A pesar de la inversión siempre quedas en deuda. En cambio mis mujeres son cariñosas y sumisas, nunca se dan tanta confianza como para atormentarte con una cantaleta. Siempre están a paz y salvo contigo, y tú con ellas. No sufren por la infidelidad, no exigen exclusividad, siempre están dispuestas al amor, no te rechazan. No son vulgares, porque las que yo frecuento son universitarias».

Me sorprendió, no me sentía interesado ni merecedor de sus secretos. No sé si se hubiera atrevido a tanto sin los efectos del alcohol. Por momentos perdí el hilo cavilando en su conducta.

«¿No es verdad viejito –me preguntó poniéndome de nuevo en sintonía– que esas modelitos también han cruzado por tu mente? Porque es muy liberal tu pensamiento, y si no lo has intentado, ha sido por culpa de tu diplomacia y tu recato».

Le iba a decir que no me considerara tan pacato, pero di por válida la respuesta que él mismo formulaba:

«Querido primo, tus acciones no corren a la par que tus ideas». 

No dije nada. No sabía si era un elogio que me considera digno, o un insulto que me señalara la inconsecuencia entre mi proceder y mis razones.

Continuará…

Ir a: La infidelidad tiene razones, es más que el simple capricho de los hombres ("Seguiré viviendo" 67a)

Luis María Murillo Sarmiento

“Seguiré viviendo”, es uSeguiré Viviendona novela de trescientas cuartillas sobre la muerte. Un moribundo  enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.Por su extensión se ha venido publicando por entregas. 

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)
http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

 

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