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Dentro de la habitación de aquel sucio motel estaba a salvo de aquella terrible ventisca. Aunque el tiempo, por terrible que fuera no era el mayor de mis problemas aquella noche. Cuanto desearía estar ahora en la maldita calle.

         En algún lugar de la habitación sonaba un viejo tocadiscos. Odio la música de los 70, pero debo reconocer que “Stuck in the Middle With You” es una buena banda sonora para morir. Lo que me lleva a por que prefiero estar en medio de una gran tormenta, antes que en aquella habitación. ¡Hasta preferiría estar en el puñetero polo norte sin abrigo antes que estar aquí!

         Enfrente mío, un tipo me apunta con un arma de fuego. Era un gran revolver, una mágnum 357 de cañón largo. Y estaba a escasos centímetros de mi cabeza.

         No lo había oído entrar. La puerta estaba rota, pero no escuché el estrépito que debió hacer al romperse. Había bebido más de la cuenta en el bar de abajo, y debí de quedarme dormido en el sofá. Maldigo el tener un sueño tan profundo.

         ¿Por qué la mayoría de los crímenes se cometen de noche ante el amparo de la luna? Me pregunté, mientras mi asaltante me gritaba un montón de incongruencias. No podía creer casi nada de lo que estaba escuchando.

         Su voz asimilaba el zumbido de una mosca. No paraba de repetir que iba a matarme. Que la gente como yo no merece seguir viviendo. Que él estaba allí para borrar la basura del planeta, y que yo era basura, por lo que debía acabar conmigo. Si aquel tipo no llevara en sus manos un arma tan grande, le hubiera metido un calcetín en su estúpida boca para que dejara de hablar.         También repetía que yo había matado a su hijo. El pobre infeliz estaba totalmente convencido de ello. Se trataba de un hombre de edad avanzada. Debía tener cerca de sesenta años. El pelo se le acumulaba a los dos lados de las sienes, dejando una gran calva en el centro de la cabeza. Vociferaba que yo le había arrebatado lo mejor que había hecho en toda su vida. Su aspecto, pese a su estado de nerviosismo y alteración, era la de una persona respetable. O lo que la sociedad entiende por respetable. Un hombre que ha dado su vida por su familia, trabajando duramente durante años, en un trabajo de mala muerte, en que su jefe seguramente le explotaba todo lo que podía. No era mi visión de hombre respetable, pero debía reconocer que había algo de conmovedor en todo aquello. Casi me recordaba a mi propio padre, o quizás lo hubiera hecho si alguna vez hubiera tenido alguno.

         Sin apartar aquel revolver de mi cabeza se acercó a un gran calendario que colgaba de una de las paredes de la mugrienta habitación. Señaló una fecha con la mano que le quedaba libre. “Aquél día –me dijo, con la voz quebrada–. No sólo acabaste con la vida de mi hijo, sino que pusiste término a dos vidas más; a la mía y la tuya.

         Al terminar de decir aquello sujetó el arma con más fuerza y acercó un paso hacia mí. Pero no consiguió amedrentarme. No sabía muy bien lo que se proponía. Quizás estaba esperando a que confesara que efectivamente había matado a su hijo, o que implorara por su perdón. Pero no estaba dispuesto a hacer ninguna de esas dos cosas. Estaba completamente tranquilo. Aunque odio realmente que me apunten con un arma.

         Desde que vi a aquel tipo y miré en sus ojos, supe que no iba a matarme. Sus ojos carecían del valor necesario para matar a una persona. No poseía los ojos del asesino. Por desgracia para aquel pobre infeliz, yo sabía muy bien como debía de ser la mirada de un asesino. Desde que nací contemplaba aquella mirada cada vez que me miraba a un espejo.

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