ETERNIDAD ARREBATADA
Los suaves rayos de la mañana penetran discretamente entre los intersticios de las cortinas, recorriendo los añejos muebles, piadosamente tratan de lustrarlos, renovarlos, hacerlos parecer jóvenes, cuando en realidad solo perecen.
La luz brillante, potente, no siempre implica vida, a veces, solo es la súplica de algo que en el pasado fue feliz y ahora solo sombras. La claridad no siempre refleja lo que queremos ver sino lo que nos permite ver.
Esos insolentes rayos recorren ese cuarto, en busca de algo que ellos mismos no saben, solo están destinados a iluminar lo que se les atraviesa en su camino, sin saber que en el proceso pueden destruir el alma de los seres humanos.
Elizabeth observa esa colosal manifestación de un destino cruel: luz y al mismo tiempo oscuridad, piedad y crueldad, esperanza y desasosiego, amor y odio, así es el corazón humano, sumergido en las sombras aunque esté rodeado de luz.
Ella solo observa la invasión de su espacio vital, esa pequeña habitación que llama dormitorio. Las ajadas brazadas denotan que fueron utilizadas durante años, como años tiene su vida.
Esos rayos que al principio eran débiles ahora son fuertes, poderosos, se sienten engendrados por un astro y no tienen piedad. Iluminan una fotografía, de Elizabeth a sus veinte años. Sus rubios risos, ojos azules como el mar, que traspasan el alma, abrazan al amor de su vida. Richard. Parecen dos seres inmortales, sonrientes, con una vida por delante, pero solo es eso, una imagen, la realidad es otra.
Richard fue su esposo por cuarenta años. El destino o algo así, la dejó. Su sepelio fue espectacular por su rango, pero al final fue a donde todos van. Solo esa fotografía le recuerda que alguna vez fue feliz, que el destino estaba por delante y no por detrás. Que la felicidad era el futuro y no el amargo pasado.
Esos rayos que la insultaron en la mañana, ahora, en el atardecer, se retiran en silencio. Saben que morirán cuando la noche los aplaste, sin piedad, como los recuerdos de Elizabeth. Recorren el mismo camino.
Sus arrugadas manos le recuerdan que es solo una actriz en este espectáculo llamado vida y que pronto se bajará el telón. Vio vivir y morir noventa veces las flores de su jardín, noventa veces el ciclo del verano, primavera, otoño e invierno.
Cuando un espectáculo se repite por más tiempo del programado, se vuelve aburrido o insolente. Ella siente eso. Haber vivido demasiado y haber sufrido demasiado.
Desde su cama, ve ese atardecer, esa retirada de la luz y los recuerdos de Richard se potencian. Desea estar con él. Lo ama. No tuvieron hijos solo para poder amarse el uno al otro. Un lazo los une profundamente, más allá de la muerte y de la vejez.
Los últimos pálidos rayos anaranjado del astro que muere, ilumina los surcos de su rostro, tratando de alentarla o insultarla por su destino, ella no lo sabe. En la mañana ilumina la fotografía de Richard con vivacidad, al atardecer, trata de oscurecer todo, tal vez, para ayudarla a olvidad esos días felices, cuando ambos eran jóvenes; o solo para torturarla.
Una lenta agitación perturba su corazón y piensa que tal vez pueda liberarse, morir y al fin obtener paz. Nada hay delate de su futuro.
Extiende bruscamente su mano para alcanzar esa fotografía y con ello atrapar el pasado, la felicidad, la juventud, el todo.
La noche penetra entre los intersticios de las cortinas, con sus garras frías e indiferentes, y observa esa mujer, tirada en el piso, con el rostro arrugado por la tiranía del tiempo, abrazada a una vieja fotografía amarillenta, y no siente piedad, solo sigue su camino de oscuridad, pero esa mujer, trasunta una leve sonrisa de paz, de armonía. Al fin la eternidad que creía arrebatada le fue concedida.
Los suaves rayos de la mañana penetran discretamente entre los intersticios de las cortinas, recorriendo los añejos muebles, piadosamente tratan de lustrarlos, renovarlos, hacerlos parecer jóvenes, cuando en realidad solo perecen.
La luz brillante, potente, no siempre implica vida, a veces, solo es la súplica de algo que en el pasado fue feliz y ahora solo sombras. La claridad no siempre refleja lo que queremos ver sino lo que nos permite ver.
Esos insolentes rayos recorren ese cuarto, en busca de algo que ellos mismos no saben, solo están destinados a iluminar lo que se les atraviesa en su camino, sin saber que en el proceso pueden destruir el alma de los seres humanos.
Elizabeth observa esa colosal manifestación de un destino cruel: luz y al mismo tiempo oscuridad, piedad y crueldad, esperanza y desasosiego, amor y odio, así es el corazón humano, sumergido en las sombras aunque esté rodeado de luz.
Ella solo observa la invasión de su espacio vital, esa pequeña habitación que llama dormitorio. Las ajadas brazadas denotan que fueron utilizadas durante años, como años tiene su vida.
Esos rayos que al principio eran débiles ahora son fuertes, poderosos, se sienten engendrados por un astro y no tienen piedad. Iluminan una fotografía, de Elizabeth a sus veinte años. Sus rubios risos, ojos azules como el mar, que traspasan el alma, abrazan al amor de su vida. Richard. Parecen dos seres inmortales, sonrientes, con una vida por delante, pero solo es eso, una imagen, la realidad es otra.
Richard fue su esposo por cuarenta años. El destino o algo así, la dejó. Su sepelio fue espectacular por su rango, pero al final fue a donde todos van. Solo esa fotografía le recuerda que alguna vez fue feliz, que el destino estaba por delante y no por detrás. Que la felicidad era el futuro y no el amargo pasado.
Esos rayos que la insultaron en la mañana, ahora, en el atardecer, se retiran en silencio. Saben que morirán cuando la noche los aplaste, sin piedad, como los recuerdos de Elizabeth. Recorren el mismo camino.
Sus arrugadas manos le recuerdan que es solo una actriz en este espectáculo llamado vida y que pronto se bajará el telón. Vio vivir y morir noventa veces las flores de su jardín, noventa veces el ciclo del verano, primavera, otoño e invierno.
Cuando un espectáculo se repite por más tiempo del programado, se vuelve aburrido o insolente. Ella siente eso. Haber vivido demasiado y haber sufrido demasiado.
Desde su cama, ve ese atardecer, esa retirada de la luz y los recuerdos de Richard se potencian. Desea estar con él. Lo ama. No tuvieron hijos solo para poder amarse el uno al otro. Un lazo los une profundamente, más allá de la muerte y de la vejez.
Los últimos pálidos rayos anaranjado del astro que muere, ilumina los surcos de su rostro, tratando de alentarla o insultarla por su destino, ella no lo sabe. En la mañana ilumina la fotografía de Richard con vivacidad, al atardecer, trata de oscurecer todo, tal vez, para ayudarla a olvidad esos días felices, cuando ambos eran jóvenes; o solo para torturarla.
Una lenta agitación perturba su corazón y piensa que tal vez pueda liberarse, morir y al fin obtener paz. Nada hay delate de su futuro.
Extiende bruscamente su mano para alcanzar esa fotografía y con ello atrapar el pasado, la felicidad, la juventud, el todo.
La noche penetra entre los intersticios de las cortinas, con sus garras frías e indiferentes, y observa esa mujer, tirada en el piso, con el rostro arrugado por la tiranía del tiempo, abrazada a una vieja fotografía amarillenta, y no siente piedad, solo sigue su camino de oscuridad, pero esa mujer, trasunta una leve sonrisa de paz, de armonía. Al fin la eternidad que creía arrebatada le fue concedida.
Los suaves rayos de la mañana penetran discretamente entre los intersticios de las cortinas, recorriendo los añejos muebles, piadosamente tratan de lustrarlos, renovarlos, hacerlos parecer jóvenes, cuando en realidad solo perecen.
La luz brillante, potente, no siempre implica vida, a veces, solo es la súplica de algo que en el pasado fue feliz y ahora solo sombras. La claridad no siempre refleja lo que queremos ver sino lo que nos permite ver.
Esos insolentes rayos recorren ese cuarto, en busca de algo que ellos mismos no saben, solo están destinados a iluminar lo que se les atraviesa en su camino, sin saber que en el proceso pueden destruir el alma de los seres humanos.
Elizabeth observa esa colosal manifestación de un destino cruel: luz y al mismo tiempo oscuridad, piedad y crueldad, esperanza y desasosiego, amor y odio, así es el corazón humano, sumergido en las sombras aunque esté rodeado de luz.
Ella solo observa la invasión de su espacio vital, esa pequeña habitación que llama dormitorio. Las ajadas brazadas denotan que fueron utilizadas durante años, como años tiene su vida.
Esos rayos que al principio eran débiles ahora son fuertes, poderosos, se sienten engendrados por un astro y no tienen piedad. Iluminan una fotografía, de Elizabeth a sus veinte años. Sus rubios risos, ojos azules como el mar, que traspasan el alma, abrazan al amor de su vida. Richard. Parecen dos seres inmortales, sonrientes, con una vida por delante, pero solo es eso, una imagen, la realidad es otra.
Richard fue su esposo por cuarenta años. El destino o algo así, la dejó. Su sepelio fue espectacular por su rango, pero al final fue a donde todos van. Solo esa fotografía le recuerda que alguna vez fue feliz, que el destino estaba por delante y no por detrás. Que la felicidad era el futuro y no el amargo pasado.
Esos rayos que la insultaron en la mañana, ahora, en el atardecer, se retiran en silencio. Saben que morirán cuando la noche los aplaste, sin piedad, como los recuerdos de Elizabeth. Recorren el mismo camino.
Sus arrugadas manos le recuerdan que es solo una actriz en este espectáculo llamado vida y que pronto se bajará el telón. Vio vivir y morir noventa veces las flores de su jardín, noventa veces el ciclo del verano, primavera, otoño e invierno.
Cuando un espectáculo se repite por más tiempo del programado, se vuelve aburrido o insolente. Ella siente eso. Haber vivido demasiado y haber sufrido demasiado.
Desde su cama, ve ese atardecer, esa retirada de la luz y los recuerdos de Richard se potencian. Desea estar con él. Lo ama. No tuvieron hijos solo para poder amarse el uno al otro. Un lazo los une profundamente, más allá de la muerte y de la vejez.
Los últimos pálidos rayos anaranjado del astro que muere, ilumina los surcos de su rostro, tratando de alentarla o insultarla por su destino, ella no lo sabe. En la mañana ilumina la fotografía de Richard con vivacidad, al atardecer, trata de oscurecer todo, tal vez, para ayudarla a olvidad esos días felices, cuando ambos eran jóvenes; o solo para torturarla.
Una lenta agitación perturba su corazón y piensa que tal vez pueda liberarse, morir y al fin obtener paz. Nada hay delate de su futuro.
Extiende bruscamente su mano para alcanzar esa fotografía y con ello atrapar el pasado, la felicidad, la juventud, el todo.
La noche penetra entre los intersticios de las cortinas, con sus garras frías e indiferentes, y observa esa mujer, tirada en el piso, con el rostro arrugado por la tiranía del tiempo, abrazada a una vieja fotografía amarillenta, y no siente piedad, solo sigue su camino de oscuridad, pero esa mujer, trasunta una leve sonrisa de paz, de armonía. Al fin la eternidad que creía arrebatada le fue concedida.