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De todas las cosas mundanales de esta faz, hay una que me despierta inquietante curiosidad. Se trata de un raro espécimen, muy similar a otro que también habita este mundo, pero de inestabilidades tan típicas, que cierto elemento de la tabla periódica ha llevado sus celos al máximo por haber sido superado. Estoy hablando de aquel espécimen, tan inestable como el clima y tan paradójico como las ambigüedades literarias. Estoy hablando de aquello a lo que llaman mujer.

Exteriormente podemos encontrar multitud de diseños; no puedo ahondar mucho en esto, es un capricho supremo del Creador. Pero, muy brevemente: las hay voluptuosas, delgadas, rechonchas, bajitas, altas, espigadas, cuadradas, etcétera. No puedo ofrecer mayores detalles, con respecto a colores, olores y hasta sabores porque hay un universo de todos ellos, cual heladería de trescientos sabores. Sólo sé que siempre hay un helado para cada comensal.

Lo complejo es el relleno de cada una. Si bien la capa puede variar, el interior siempre es el mismo; no hace falta ser un experto trotamundos para atreverse a generalizar. Una mujer es algo así como un ente superior, más desarrollado que su masculino compañero. Un ser inmortal con tanto poder para generar tragedias y glorias como el destino. Hasta diría que es la verdadera dueña del mundo, pero no lo es: la mujer es también el ser más inútil de toda la Tierra.

En mis dos décadas de existencia he conocido casi diez casos similares. No soy antropólogo, ni tampoco psicólogo, pero todos ellos reflejan la misma esencia: aquella dependencia que les evita llegar más allá de sus ideales. Aquella sensación que ellas describen como amor. Y en este apartado es en el cual me voy a centrar.

Aquella a quien se dotó de tantas habilidades y tantos encantos, es presa también de estos últimos; los cuales generan la debilidad que la caracteriza, aquella fuerza que las hace dependientes, cual parásito disfrazado de simbiótico pajarillo, de los hombres. No me tomen a mal, amigas, pero pienso que es la verdad. Inspecciónense y díganme si mi teoría va por mal camino.

Una mujer es capaz, por sí sola, de un sinfín de cosas: generar alegrías, despertar intrigas, liderar grupos, sacar adelante una familia, destruir hogares, burlar corazones y también destrozarlos, elaborar nuevos postulados, justificar rebeliones, entre otras. Y todo esto cambia, al aparecer en su camino, cierto espécimen con mayores niveles de testosterona. Cuando esto ocurre, es cuando digo que una mujer entra en estado de imbecilidad vegetal.

Me disculpo por la crudeza de mis palabras. Pero antes de que empiecen a acordarse de mi madre y a pensar en la cifra de mis fracasos amorosos, permítanme terminar el ensayo. Tal vez, la idea no está del todo desarrollada aún. Que mejor marco teórico, que una anécdota.

Obviando nombres, fechas, lugares, sonidos y otros detalles; conocí hace tiempo una mujer maravillosa, de grandes ideas y temple de acero. Soportó grandes obstáculos en la vida y aplastó a todos sus enemigos, humillándolos sin necesidad de odiarlos.

Esa mujer, conoció a un hombre, justo en pleno apogeo de su empresa. Y fue cuando se enamoró. Y el también de ella. Eso pensaba hasta que, analizando el momento, hallé el punto cero donde la línea cambió.

Tratando de entrar en la mente de mis colegas masculinos, puedo describir los efectos de la rutina sobre el lóbulo machista del cerebro.

Un hombre es por siempre un hombre, bestia salvaje y hambrienta de muchas sensaciones. La rutina visual y la monotonía del tacto es su peor enemigo. Cuando estas llegan a él, es cuando, los ojos del individuo se desvían hacia rumbos aparentemente mejores; algo así como cuando un creyente se aparta de su dios. Sólo que en este caso deja de ser desconfiar para llamarse infidelidad. No hace falta entrar en más detalles, las mentes hábiles y con más experiencia entienden lo que quiero decir.

El caso es, que una vez avanzada esa relación, aquella mujer pasó de estar enamorada a estar esclavizada. Aquel hombre la utiliza como si fuera un preservativo, que se desecha luego de un uso y nuevamente se busca cuando se necesita. Hablando más crudamente, de esa manera se economizan cinco soles en un servicio descartable, es lo que se llama un servicio descartable perenne. Los instantes de felicidad, a ojos de tercer espectador, son mínimos en comparación con las lágrimas que he visto. No entiendo como aquel ser superior puede caer en las manos de uno inferior, como pueden utilizar tanto a una persona, hacerle el peor tipo de jugadas, y tener el valor de caminar del brazo con ella como si nada hubiera pasado: lo que fueron risas y suspiros, se transformaron en llantos y lamentos. Material difícil de descifrar, algo llamado “amor”, donde el que gana es el hombre. Tampoco voy a ahondar en detalles del proceso de la relación. Sólo sé que hasta hoy esa mujer llora, llora por el maldito hechizo de aquella seudorelación.

¿Hacen falta más explicaciones? No es el primer caso: mirando atrás, en busca de mayores respaldos, hallé una situación similar. Aquella mujer se refleja en mi madre. Y por lo visto el destino de todas, o de la mayoría de ellas, termina igual: una vez llegado los hijos, la condena está sellada.

Por lo tanto, mis queridas amigas, ya saben que su destino esta sellado: todas van hacia el mismo foso. No permitan que aquel ser inferior las esclavice. Ustedes valen mucho, son seres superiores. Las hicieron superiores, y pueden jugar con nuestros sentimientos tanto como quieran, ustedes valen todas las posesiones de este mundo. No permitan que otro tome el control de su vida.

Y ustedes dirán: cómo puede alguien así increparme, si a duras penas ha existido dos décadas. Más yo les respondo: Si el Dios en que la mayoría de ustedes creen, jamás se enamoró y habla de amor; porqué no creer en alguien que, viviendo menos, lo ha visto casi todo. Y haciendo un llamado, cual Marx, les digo: “Mujeres del mundo, uníos”. Pueden hacer mucho. Píenselo.

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