Norte de Londres, Inglaterra. Febrero de 1.823
William caminaba entre las tumbas del antiquísimo cementerio de Highagate, como todas las noches. Como sereno, siempre hacia el mismo recorrido. Comenzaba por la zona más antigua y luego continuaba con las sepulturas más recientes.
Era un hombre muy extraño, cuerpo desgarbado, con un pelo blanco prematuro para su edad, ojos renegridos y profundos que atemorizaban. Su rostro cobrizo y con grandes surcos completaba su sórdida imagen. No hablaba mucho y era muy solitario, no tenía amigos. Su trabajo era toda su vida.
Tenía una gran debilidad, la avaricia. Poseía un cofre de madera antigua en donde depositaba todos los objetos de valor que lograba quitarle a los cadáveres. A veces lo hacia en la morgue del lugar y otras, excavando las propias sepulturas. No tenía escrúpulos.
Un día fue contactado por un hombre muy extraño que le propuso exhumar los cadáveres y apropiárselos. No dijo para que los quería, pero mientras recibiera su paga, no le importó.
Esa noche no fue distinta. El frío húmedo de Inglaterra le agredía fuertemente los huesos, pero no le importaba, prefería eso a la cercanía de otros seres humanos, al contacto con otros. Amaba la soledad de ese lugar.
De ponto divisó al extraño hombre con quien había hecho ese trato diabólico; estaba con una pala en la mano junto a una reciente tumba, esperándolo. No podía hacer solo el trabajo.
Comenzaron a excavar juntos la tierra húmeda hasta encontrar el féretro. Lo extrajeron con unas cuerdas y luego lo abrieron. Era una joven mujer que había muerto hacía dos días. El hombre tomo el cadáver y se alejó rápidamente del lugar. Era fornido y no le ofreció resistencia cargarla.
Mientras tanto William debía encargarse de borrar los rastros.
Estaba en esa faena cuando oyó ruidos y gritos agudos; vio luces de linternas por todas partes. Uno de los hombres del grupo, que parecía ser el jefe, daba órdenes de búsqueda. Era la policía que había sido alertada de esta maniobra delictiva. William entro en pánico; no sabia que hacer.
Pensó en escapar, pero estaba rodeado. Entonces reaccionó con velocidad, arrojo el féretro a la tumba y luego se introdujo dentro de él. “Aquí no me van a buscar, la policía necesitaría una orden judicial”, se dijo.
El oxigeno dentro del ataúd era escaso. Intentó mantenerse tranquilo pero no puedo más y se desmayó.
La policía, efectivamente se condujo como William lo había pensado. No tocaron la tumba y solo se limitaron a cubrir la sepultura nuevamente de tierra.
Cuando William logro recuperar levemente su conciencia, sintió el enorme peso sobre la tapa. La golpeó por un par de minutos y con un hilo de voz pedía auxilio. Sus uñas quedaron incrustadas en la madera del ataúd como testimonio de tu aterradora muerte.
Al amanecer, una niebla de silencio pisoteó su tumba para luego disiparse fríamente en la eternidad.