Ir a: ¡Soy chofer... y qué! (4)
Con esta entrega llegamos al final de esta novela corta, basada en hechos reales que vivió o escuchó el escritor.
HOY CONMIGO ES PA’LANTE, ¡OYO!
Llegué al paradero de los buses igual que todos los días, vi a don Hermógenes pero, igual que siempre, no lo saludé, me limitaba a entregarle cotidianamente el dinero de los promedios que me correspondía, pero nada más. Pregunté al despachador el horario del día y me contestó que me quedaban dos horas en la playa; que vaina tan cagada, pensé, puedo regresar a la casa y jugar un buen rato con los niños; en estos pensamientos estaba cuando me llamó don Chucho:
- Venga don Carlos, tomamos algo mientras nos toca el turno de salir.
Me extraño la invitación porque desde la llegada del viejo a la empresa y, como se los conté antes, a la ciudad no, fuimos del agrado uno del otro, como en cinco años no volvieron a presentarse percances y hasta estuvo condolido en el entierro de Uldarico, pues yo pensé que todo estaba olvidado.
- Bueno, que carajo, me tomos unas frías y me voy.
- ¿De cuál toma?- me preguntó.
- Cualquier vaina.
- Cualquier vaina no hay- contestó el viejo medio golpeado.
- Una cerveza rubia- aclaré.
- Destape una rubia para el “Comeviudas”, jajaja- se rió ofensivo don Chucho.
Yo me sentí mal, me di cuenta de que el viejito lo que deseaba era pelea y pensé, dentro de mí, no debo darle gusto, así que le respondí tranquilo y sin ánimo de ofender:
- Respete don Jesús…
- Respetaré a su gran puta madre- me dijo mordiendo cada sílaba.
Yo no recordaba haber ofendido a este señor, pero tampoco sabía que era el hombre más rencoroso del mundo.
- Hoy conmigo es pa’lante, ¡oyó!- dijo el viejo.
Yo todavía no quería comprender lo que quería el hombre. Los ayudantes y choferes playeros se amontonaron oliendo el aroma de tropel. Yo estaba pensando en mi chinito, el que me dio mi mujer de ahora y en los hijos que tuvieron ella con mi finado compadre, que en paz descase y mi Dios lo tenga en su seno.
- Gran malparido, hoy es conmigo para lo que sea- repitió.
Yo seguía sin entender la causa del deseo de pelea, si era por mi compadre ya estaba muerto, si era por mi comadre ella vivía mejor conmigo que con el difunto y, que yo supiera, nada la ligaba a este viejo maldadoso.
- Cabrón, acuérdese de sus cagadas- gritó don Chucho.
A mi entender y según lo que podía recordar no se asomaba ninguna ofensa que yo le hiciera a este viejo machito que ya empezaba a importunarme.
- Gran doble hijueputa, ahora sí, amárreme las manos como la otra vez.
Pensé que eso había ocurrido hacía tanto tiempo que ya estaba olvidado y se lo dije, que no había razón para amargarnos la sangre con un tropel. El hombre me escupió la cara… don Chucho me escupió…
- Amárreme jijuetantas… como esa noche… hoy no estoy borracho…
- Don Jesús, eso pasó hace ya años…
Y él con la peinilla de veintidós pulgadas en la mano, no sé ni cuando la sacó, rastrillándola contra el suelo, las groserías manándole por la jeta, los ojos chiquiticos fijos en mi. Yo puedo ser muy tranquilo pero soy muy macho; llegó el momento de aburrirme y mamarme de tanto aguantarle bombo y le dije golpeadito:
- Como quiera don hijueputa, se le mamó su pendejo- le dije.
- Al fin habló un varón- gruño.
El “Carepalo”, que ahora es chofer, y con bus propio, me alcanzó el fierro reluciente, afilado, puntudo y con ganas de cortar cristiano.
- Venga pues, viejo del malparido demonio.
- Voy pa’lla, porque a un macho no se le ata en ninguna forma, ¿me entiende, Carlos Villalba? Y me tiró peinilla; como tiran los berracos que se las saben todas; así como manejan el machete los machos; y el viejo no solo sabía, era un maestro con la herramienta; yo únicamente tenía tiempo, al principio, de trancar; él estaba borracho y quería vengarse de una noche, años atrás, en que se sintió atado.
Con el ejercicio la entonada se le fue pasando y con el alcohol se le fue el afán; de pronto se volvió metódico: me fue cortando poco a poco, la camisa, los pantalones, los zapatos, el cinturón, la cara, los brazos, la barriga, las piernas; me rasgó por donde se le dio la gana y me sangró. Jadeante, tenía años más, años menos setenta años, me dijo: