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He recibido una confirmación de rescate, en respuesta a la petición de auxilio que envié hace tres años. La comunicación me ha cogido por sorpresa. Una señal diáfana, de rítmicos pitidos, ha dado paso a una voz humana:

—Aquí carguero “Buena Esperanza”, recibido mensaje de auxilio, acudiremos en su ayuda dentro de siete horas.

Era una voz neutra, sin emoción alguna. Tal vez se tratase de una grabación de respuesta automática. Aún así, esa carencia de sentimiento puedo encontrarla en mí mismo; pese a que debería alegrarme. Recibir respuesta de un mensaje depositado en una botella y arrojado al océano, no es algo que ocurra todos los días. Sí, lo sé, debería alegrarme. Mi ruego, mi grito, mi llamada, codificado en más de cuarenta frecuencias y proyectado en un haz de amplitud de siete mil años luz, ha dado sus frutos. Y debería alegrarme.

Tuvieron que pasar varios días después de que mi nave se posara en este planeta desierto, con serias dificultades debido a una grave avería, hasta que dedicase un primer pensamiento a la carga que transportaba. Se encontraba en la bodega con el cuerpo sometido a una animación suspendida, debido a la cual un halo de inercia obligaba al espécimen a bordear la muerte, con todo su frío y toda su oscuridad. El destino del ejemplar: la ciudad de Nueva Jonia, en Antares. Una estancia de por vida en el zoológico de especies interestelares, con todos los gastos pagados.

Abrí la cápsula en la que aquella cosa se encontraba recluida. Estoy preparado para enfrentarme al impacto visual del menos agraciado de los cuerpos. Mis trapicheos a través de varios sistemas, como traficante de especies extrañas, han preparado mi estómago para ello. Pero tuve que hacer acopio de todo el dominio que la mente puede ejercer sobre las entrañas, para contener las arcadas que la imagen produjo en mi aceptación y comprensión del mundo. A la repugnancia se unió el humano miedo a lo desconocido. Mi primer impulso fue matarla. Una reacción bastante lógica, teniendo en cuenta que podía ser peligrosa y que la animación suspendida se estaba desvaneciendo. El cuerpo del ser experimentaba una reacción en cadena de procesos metabólicos que ponían fin a un letargo inducido de forma artificial.

 

Aníbal corre por delante de mí, su lengua de perro expuesta al aire del atardecer. El lomo y la cola del alsaciano apenas sobresalen por encima del prado interminable de hierbas altas. Su correteo incansable le permite superar una loma y desaparecer tras ella.

—¡Espera! –grito, falto del necesario resuello para seguirle.

Alcanzo la loma. Desde su cima contemplo un lago de orillas imprecisas, desdibujadas por una bruma baja generada en sus aguas.

—¿Qué es? —pregunta Anaís, saliéndome al paso desde la base del montículo, unos pocos pasos de ventaja en dirección a la cubeta acuosa que se perfila a lo lejos.

—Una masa de agua continental. Los terrestres llamamos lago a este tipo de formaciones.

—¡Qué grande es! ¿Tiene nombre?

—No creo.

—¿Has pensado en ponerle uno?

Como podría esperarse de cualquier crío, la niña me acribilla a preguntas.

—No lo sé, es la primera vez que lo veo. Nunca me había alejado tanto de la nave.

—¿Habrá animales viviendo allí, en el agua?

La niña me observa con sus ojos vivaces. Quiere saberlo todo, empaparse de conocimiento, como si pudiera abandonar la infancia y alcanzar la madurez en un instante.

—Tal vez haya peces.

—¿Qué son peces?

—Seres capaces de vivir al margen del aire, de respirar el oxígeno disuelto en el agua.

—¡Oh! –exclama sorprendida.

Anaís siente fascinación por los animales; por lo que, el nuevo dato que acabo de introducir en su cabecita, entretendrá su intelecto por unos momentos. Proyecta su nariz respingona hacia mí, me escudriña con la luz de sus ojos y sonríe zalamera. Conozco la intencionalidad de sus labios y miradas.

—¡De acuerdo!, el trayecto de vuelta es largo, te llevaré sobre mis hombros.

La pequeña estalla en pequeños saltos de complacencia, al tiempo que alza sus brazos hacia mí. Levanto sin dificultad un cuerpo de cinco años y lo deposito con extrema dulzura por encima de mi espalda. Noto como los muslos me aprisionan el cuello. Una vez se acomoda, pongo mis pies en marcha, loma abajo. El mar de hierba se extiende ante nosotros, verde y pletórico. Los rayos del atardecer arrancan de cada tallo una tonalidad mineral, como de jade, que jamás había percibido hasta ahora.

—Cuéntame un cuento –ruega la niña, sus manos enredadas en mi pelo.

—¿Cuál?

—Blancanieves.

—¿Otra vez? –protesto.

—Sí, pero esta vez haz que se case con un enano. No me gusta el príncipe.

—¿Cuál de los siete prefieres?

Mientras improviso un final distinto para Blancanieves, con prensa incluida para encoger a la chica, la luz del día se difumina lentamente, declinándose en un horizonte de límites tan sólo trazados por la curvatura de este mundo en el que hemos naufragado.

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