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- I -

Entró en la librería como podría haber entrado en cualquier tienda. Vanesa estaba ahí para “matar el tiempo”, no para comprar nada específico. Anduvo vagando por las estanterías, mirando las diferentes islas: los últimos best-sellers, clásicos de la literatura, libros de cocina, computación, autoayuda, novelas románticas, de misterio...

De pronto se detuvo: “literatura erótica” indicaba el cartel. ¡Qué ganas de pararse a mirar qué había por allí! ¿Y por qué no hacerlo? Tenía casi 50 años y aún le daba un poco de cortedad que alguien la viera hojeando esos libros, a pesar de que allí nadie la conocía. No era una gran lectora, pero le gustaba leer tirada en su cama con música suave como compañía. Entre todos aquellos libros quizás encontrara algo que le pudiera interesar. Se sorprendió al ver la cantidad de temas que se abordaban bajo el rótulo de “Literatura Erótica”: gays, sadomasoquismo, como hacer tal o cual tipo de sexo a la perfección, novelas, historias, cuentos, revistas de magníficos dibujantes como Manara o Altuna. Tomó una de esas revistas y comenzó a hojearla distraídamente y a maravillarse con la calidad de los dibujos, cuando…

-Una dama como Vanesa Ordoñez no debería leer ni mirar este tipo de literatura –dijo una voz masculina a sus espaldas. El dueño de aquella voz se acercó aún más y le susurró en su oído-: ¿Qué dirían las hermanitas del Colegio de “La Virgen Niña” si te vieran aquí con esa pecaminosa revista en las manos?

El cuerpo varonil que tenía tras de sí no le permitía mayores movimientos. Vanesa intentó darse vuelta, pero una mano detuvo delicadamente su rostro impidiéndole ver hacia atrás.

-Shhhhhhh… quieta. Déjame disfrutar del perfume de tu pelo, déjame sentir el aroma de tu piel que después de tantos años aún no he podido olvidar.

Esa voz. Ese timbre de voz tan masculino, con un tono inconfundible, y esa forma particular de arrastrar el final de la frase le hizo recordar a… Pero no, no era posible que después de tantos años…

-Vanesa querida… estás hermosa, más que nunca. Los años que hemos estado sin vernos simplemente han acentuado tu belleza. No te imaginas lo feliz que me hace el haberte encontrado esta tarde.

Hizo otro intento de darse vuelta con el mismo resultado que la vez anterior. Así que, inclinándose levemente hacia delante dejó de sentir tanta presión en su espalda. Con un gesto de enojo, golpeó la revista contra una montaña de libros y luego de un largo suspiro se dio vuelta de inmediato. Su sorpresa fue mayúscula al no encontrar a nadie allí. Miró hacia todos lados pero los clientes que había a su alrededor no repararon en ella. Con evidentes signos de molestia, salió rápidamente de la librería.

Era obvio que el hombre que la había abordado en la librería la conocía perfectamente. Debía de ser algún compañero del secundario. Y esa voz. No, imposible que fuese Francisco Varela. Sabía por amigos en común que había marchado al extranjero y que le había ido muy bien económicamente. Además, quizás fuese capaz de hacerle esa broma, pero no marcharía sin despedirse. ¿O sí?

-Veo que los años no han aplacado tu carácter mi “luminosa mujer”.

Tuvo que detenerse. Era él, sin dudas, pero ahora que lo sabía no podía darse vuelta. ¿Cómo luciría? ¿Habría cambiado mucho? Lentamente bajó la cabeza y comenzó a girar sobre sí misma. Los zapatos eran acordonados y estaban lustrosos, siempre los había usado así, incluso cuando se habían puesto de moda los mocasines. Un pantalón de gabardina color chocolate, impecable, planchado como de tintorería hacía juego con un saco sport beige a cuadros, sobrio, en combinación con una camisa amarilla y una corbata de moderno diseño. El abrigo de piel marrón sobre los hombros, era el toque distintivo. Y su sonrisa, claro.

Reconoció enseguida la amplia y dulce sonrisa que le estaba regalando aquel hombre alto, corpulento, elegante y distinguido, con el pelo cano peinado sobre un costado que caía sobre su frente. Sin dejar de sonreír se acomodó el pelo con la mano en un gesto que era casi su marca registrada. La presencia del hombre y los recuerdos de aquel gesto la hicieron sonreír. Fue entonces que Vanesa se perdió en sus ojos y las imágenes de un pasado remoto acudieron al presente.

-¡Francisco! -Se quedó inmóvil, no fue capaz de moverse ni un milímetro, por lo que el apuesto caballero dio un paso adelante y la tomó del talle, envolviéndola con sus brazos. Vanesa se le colgó del cuello mientras sentía cómo aquel hombre enorme la abrazaba, dándole una deliciosa sensación de calidez. Por unos momentos se sintió segura, protegida. Una oleada de recuerdos inundó su memoria una vez más. Parada en puntas de pie, lo atrajo hasta que sus labios rozaron el lóbulo de la oreja de Francisco.

- Mi oso querido… -le susurró al oído. Un leve estremecimiento conmovió al hombre que al sentirse descubierto, sólo atinó a acariciar con más fuerza aquel cuerpo que sus manos habían recorrido tantas veces y que enseguida reconocieron. Allí estaba recordando cada curva, cada pliegue, cada elevación, cada milímetro de esa silueta añorada que ahora tenía ante él.

Caminaron juntos unas cuadras. Francisco, siempre atento y caballeroso, le cedía el paso y la custodiaba cual centinela mientras la colocaba del lado de la pared. Cuando Vanesa caminaba delante, aprovechaba para admirar las piernas que siempre le habían cautivado. Aún las seguía teniendo  torneadas a la perfección, de ensueño. Era la parte de su cuerpo que ella sabía usar de la forma más sensual que jamás había visto en mujer alguna. Y recordó el primer día, cuando la vio cruzarse de piernas: “Tienes un cruce de piernas más erótico que el de Sharon Stone en “Bajos Instintos…”, le dijo. Aún seguía pensando lo mismo.

A su vez, cuando ella tenía oportunidad de mirar a su amigo de reojo, lo veía con la prestancia de siempre; grande, varonil, seductor y con esa mirada que lo convertía en un hombre especial. Había bromeado muchas veces con él diciéndole que lo acusaría ante la ley por “portación de mirada”.

 

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