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Nos jactamos de saberlo todo. De llevar una vida modelo. De tener unos amigos estupendos, siempre atentos a nuestras necesidades, sinceros y honestos. De trabajar más que el compañero de al lado, que nació estúpido perdido, gordo, anoréxico o cualquier otra variante repulsiva. De conducir el coche más rápido y más caro de la gama; tarjeta de presentación frente a la galería.

De ser independientes, que todo cuanto hacemos es fruto de nuestro sudor, de nuestro demostrado esfuerzo. De ser solidarios, dispuestos a ayudar al débil en circunstancias adversas, ofreciéndole cobijo y limosna. De que la suerte siempre correrá de nuestra parte, inmunes a las desgracias que otros sufren, como los Inmortales de Christopher Lambert. De que el destino no está escrito, podemos trazarlo a nuestro antojo. De que nuestra vida es sólo nuestra y en ella acogemos a quien nos da la gana, justificando que los aburridos son los perdedores y los divertidos, aquellos que están de pitorreo todo el día y nos hacen reír constantemente, tus ídolos. Y de que amar hasta perder el norte es dar algo a cambio de obtener el doble.

La fórmula es bonita. Hasta es magnífica según qué umbral te recibe. Aclamada en las escuelas, en la calle, en el seno de tu propia familia, en boca de tu pareja, en opinión de tu mejor amigo, en el discurso de tu partido político favorito. No obstante, como en la película de El Último Gran Héroe del polifacético gobernador de California Arnorld Schwarzenegger, pierde todo su efecto, todo su sentido cuando superas la línea de la ficción y te sumerges en las profundidades inexploradas de la realidad, de la palpable, no de aquella que tenías idealizada. Normalmente el batacazo es muy doloroso. ¿Y sabes por qué? Porque el dolor es la incógnita camuflada de nuestra fórmula magistral. No la percibíamos con todo su esplendor, la manteníamos tan apartada posible como al vecino de al lado que está más acatarrado que un viejo centenario en pleno mes de Octubre, la fecha estrella de las nuevas gripes. Pero jodido el esquema inicial, termina abrasándote cuan idéntica intensidad se refugiara en una aguja candente en la piel. Y aunque existen muchas formas de descubrirlo, las más usuales son cuando pringas o la pringa alguien cercano a ti. Es entonces cuando adviertes que lo que has estado creyéndote firmemente sobre cualquier razón durante tantos años, mentiras en gran parte adquiridas de los medios de comunicación, se hace añicos como un cristal ante el impacto de una pedrada contundente. Y al otro lado de la ventana asoma la cruda y nefasta realidad: Estás solo y nadie quiere escuchar tus lamentos ni secarte las lágrimas porque no tiene ni tiempo ni un maldito pañuelo.

El padre de Germán nunca entendió por qué las matemáticas no tenían lugar en la cabeza de su hijo. Muchas veces le llamaba el “imbécil de los números” los días en que estaba malhumorado. En los buenos, era “el fiasco de las mates”. Y aunque le daba clases particulares los sábados por la tarde, acabada su paciencia, permitía que preparase el examen del lunes rezando el PadreNuestro con las llamadas “chuletas”.

Era un tipo especial, genuino. Siempre sonreía, aparentaba estar satisfecho como el que más de su vida, de cómo le había tratado el tiempo. Resolvía cualquier duda, cualquier obstáculo mediante un fuerte apretón de manos y un “no podrán con nosotros”. Le gustaba vestir bien, que la gente le respetase nada más verle salir de casa. Fumaba como un carretero pero creía contrarrestarlo dos días a la semana a través de intensas sesiones de squash, fútbol sala y baños de vapor. Le encantaba hablar y su conversación resultaba a la vez de interesante graciosa. Para su trabajo esa aptitud, para muchos virtud, le iba como anillo al dedo; era capaz de venderle un frigorífico a un esquimal. Sin embargo, con quien lo tenía crudo era con Germán, no consiguió jamás sonsacarle ni la introducción tan bien conocida del Quijote. Y no porque su relación fuera tormentosa, sino porque el año en que se marchó para siempre Germán entraba en la segunda etapa de la adolescencia. Y ya sabéis, es la época de transición en que no estás conforme con tu cuerpo, con tu mente, que no sabes bien, bien cómo comportarte con el medio y la gente que te rodea; que “si llevo el pelo así gustaré más o tal vez al cruzar el vestíbulo me lancen tomates y maleficios”; “esta espinilla es asquerosa pero si le meto mano quedará un hinchazón horrendo y mi cita de la seis se irá al traste”; “si no salto el cercado de esa casa para robarle la bici al “menos bola” del barrio en la escuela seré el mariposón de la clase”; “que tengo los pies demasiado grandes, pequeños o las dos cosas a la vez”; “me crecen los pechos pero, ¡carajo, que soy un tío!” La maldición de los jóvenes, sin duda. Todo te parece gris o blanco al mismo tiempo. Todo te sabe dulce o amargo, no hay manera de encontrarle a las cosas su punto intermedio. Y lo que menos le interesaba a Germán era compartirlo con sus viejos. Su padre, con las matemáticas bajo el brazo, nunca lo entendió. Y quiso remediarlo regalándole incondicionalmente su amistad. Pero el jovencito Frankestein de Germán, medio niño, medio hombre, le volvió la espalda cometiendo el mayor error de su vida. Porque además de no saber que un día puedes correr en las olimpiadas como atleta de elite, siendo el tío más sano de la historia de los sanos y que nada recibirás excepto medallas por tu valía, y al día siguiente estirar la pata al resbalar en la bañera desnucándote con la bandeja del jabón y el patito de goma,  metió la gamba al no decirle a tiempo algo que entonces creía una gran mariconada: “Te quiero y siempre te querré, papá”.

Con este gran Punto y Aparte en su vida, Germán adquirió una nueva percepción de las matemáticas, de la vida en general y de la huida de aquellos que creía amigos al deducir la incógnita. Y como en un programa de contactos vía Internet, suprimió de la agenda los impertinentes y se quedó con cuatro amigos que nunca le fallaron desde su partida de cero a una vida mejor. Ahora conduce un mini-cooper del año 74, su mejor amigo es gordo y calvo, su mujer nunca fue la reina del baile y es profesor de matemáticas en un instituto de la zona alta de Barcelona. Y es con peso agigantado la felicidad personificada.

Ted Gallagher

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