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El médico no anduvo con vueltas para decirle a Pepe que su caso no registra antecedentes, de allí que no arriesgara un diagnóstico respecto de ese fenómeno traumatológico que lo muestra a él, todavía, con el brazo rígido, doblado hacia arriba, sosteniendo la mano alzada hasta la altura de su cara, con los cinco dedos algo encorvados apuntando a sus ojos, extraviados de tanto esquivar a ese piquete que se interpone dificultándole la visual. Lleva varias semanas soportando esa que parece una tenaza de carne dispuesta a lanzarse y cerrarse alrededor de su cuello para estrangularlo.

Pepe no aceptó del médico la hipótesis sobre que un bicho pudo haberlo picado o que un  elemento puntiagudo lo pinchó. Él asegura que no fueron esos elementos los que le provocaron un estremecimiento que recorrió todo su brazo. Si hubiese metido los dedos en un enchufe aceptaría que una corriente eléctrica lo picaneó, asimismo, de haber incursionado con su mano en un nidal de serpientes o en un rincón húmedo, donde abundan los alacranes, dudaría si no fue presa de una picadura ponzoñosa. También le resultaría sencillo adjudicar el mal a un aguijonazo en caso de sus dedos haber manipulado clavos, espinas, cactus, ortigas, agujas o de tales características, otras puntas peligrosas. Pero no hizo nada de eso.

Lo suyo fue meter la mano y extender el brazo dentro de un conducto del sistema cloacal por donde circulan los líquidos de la casa. El inodoro y la pileta de la cocina no drenaban bien y creyó en un obstáculo sólido que obstruía un caño, al que destaparía, pensó, con solo sacar la tapa de la cámara de inspección y hurguetear en su interior. Al hacerlo solo palpó la superficie  grasosa de ese conducto sin tocar nada que, por duro y atascado, impidiera el fluir del agua. Removió y raspó las paredes de pvc sin percibir un aviso o síntoma, minúsculo o impactante, del torrente fulminante y ardiente que recorrió las nervaduras a lo largo del brazo, como si lo acribillara un millón de alfileres. 

Lo retiró de un solo tirón para verlo emerger lleno de manchas rosadas, igual a si estuviese afectado por la rubéola. La mano, tiesa por su parte, comenzó a crisparse de inmediato, encorvándose los dedos hasta figurar una garra inconclusa que no acaba por cerrarse alrededor de un objeto redondo al que parece sostener.

El médico que lo atendió en el hospital prefirió derivarlo a un especialista, quien le recomendó masajes y una terapia de rehabilitación. Desde entonces Pepe carece de resultados que lo alienten a una segura recuperación. Su vida, en tanto, se desarrolla llena de inconvenientes prácticos, a consecuencia de un brazo y una mano inutilizados, esgrimidos como una palanca metálica delante de su cabeza. Aún así, y para no encerrarse deprimido, se anima a caminar por la vía pública donde la curiosidad de la gente le resulta, por momentos, morbosa. Aparecen comedidos que le aconsejan consultar a una curandera de la que dicen puede ser más efectiva con sus ungüentos y pases de manos, que la ciencia académica de los facultativos.

Mientras se trate de relatar una y mil veces el episodio del caño por el que metió la mano, o de recibir comentarios voluntariosos todo está bien para Pepe. En cambio, lo fastidian y ofenden los chismes maliciosos que circulan y de los que se entera por quienes vienen a revelárselos. Los hay fruto de  todas las maledicencias, como ese que alude a un hartazgo de esa mano por los supuestos usos indebidos a los que probablemente la sometió Pepe. Se toman, para este comentario, de su vida social activa que lo  obliga a estrechar muchas manos indeseables a las que la suya despreciaría y que por eso, colocada arriba, evita bajar abyecta a chocar con ninguna otra. También aseguran, algunos de esos chismes mordaces, que Pepe es un onanista adicto a las masturbaciones compulsivas y que por hastiada, su mano decidió ponerse a prudente distancia de los genitales. No falta el perverso que lo acusa de abusar de menores desprevenidas valiéndose, para doblegarlas, de esa mano que acabó, indignada, por dejar de ser cómplice de sus bajos instintos. Saberse en boca de tantos ingratos impiadosos, mal pensados, lo desmoraliza, mientras que su trabajo, como tesorero de la municipalidad, se ve limitado por ese tormento muscular y estético. Pero además, el ejercicio de un cargo público, da pie para interpretaciones retorcidas, acerca de su mano en alto, de la que aseguran, es una representación de la tan mentada “mano en la lata” con la que se define al robo de los dineros fiscales.

En su caso, creen ver en ella una denuncia ostensible contra su propia persona. Las conjeturas antojadizas hasta lo vinculan a ritos satánicos y fantasean con un tridente de lucifer encarnado en la mano alzada de Pepe con el cual el diablo, por astuto, lo conmina a entregarle el alma. Maledicencias extremas de la gente que es mala y comenta sin piedad, aunque en todos los casos, curiosamente se ponderan virtudes ocultas de una mano dispuesta a beneficiar a Pepe, antes que a perjudicarlo. No es ésta, claro, la impresión que tiene él, desesperado porque ocurra un milagro que restablezca el pleno funcionamiento y posición normal de su brazo.

Siempre fue un hombre, Pepe, de dar una mano sin retaceos al prójimo. Ahora, es él quien  aguarda una que venga, solidaria, a torcerle el brazo hasta ubicarlo al costado de su cuerpo y mude, del frente de su cara, ese pelotón de dedos que amenaza su seguridad facial.

Rene Bacco

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