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Caminé lentamente aquella tarde de verano, pasando junto al rosal que alguna vez fue mío. Llevaba a mi niño tomado de su pequeña manito, la cual de vez en cuando me apretaba, como si recordara aquel hermoso lugar. Llegamos junto al frondoso manzano y allí, bajo su sombra, nos sentamos a descansar.

Hice un alto en mi relato para respirar y a la vez ver a los ojos al juez que tenía frente a mí, quien asintió con su cabeza y exclamo: “continua.” Miré hacia mi izquierda para descubrir que cada uno de los miembros del jurado tenía su cabeza inclinada hacia abajo, como si solamente se estuvieran concentrando en mi relato, sin prestar atención a mis reacciones. Luego apoyé mis manos en el enorme pupitre de cedro lustrado y, cerrando mis ojos, continué:

“allí pasamos largo rato y durante aquel tiempo, le conté a mi hijo como fui una mañana al mercado, escogí la mas hermosa manzana y la llevé a casa. Después procedí a comérmela para comprobar su exquisito sabor y al terminar, busqué entre sus semillas para escoger la más grande y saludable de todas. La puse en un recipiente plano con algodón en el fondo del mismo y me asegure de que tuviera  agua suficiente como para que la humedad, junto a los rayos del sol, la hicieran germinar. No fue mucho el tiempo transcurrido hasta que un tímido ramito de color verde pálido, brotó de uno de sus lados.

Así fueron llegando primero una hojita, luego otra y finalmente comenzaron a despuntar los hilos blanquecinos que seguidamente se transformarían en la raíz. Fue entonces cuando supe que era tiempo de llevar aquella plantita a la tierra. “y donde la pusiste?” me preguntó mi hijo, ansioso por saber el final de mi pequeño relato. Y yo le respondí: aquí mismo esta hijo, este hermoso manzano que hoy nos brinda tan agradable sombra y tan deliciosos frutos, es aquel que cuidé con tanta devoción durante todo este tiempo. Aun después de haber vendido esta propiedad, año tras año pido permiso al nuevo dueño para visitar la que considero mi obra.”

El juez me interrumpió diciendo: “es en verdad un magnifico árbol, gracias te doy por él, pero, que mas has hecho de tu vida? Bueno, le respondí, no es en verdad el más hermoso de mis logros, la verdad es que mi hijo lo es, y en su vida yo tengo el trofeo de mi vida. Ciertamente creo que por él seguiré viviendo cuando ya no esté, ese es el mas grande de mis premios y gracias doy yo por el.

Algo mas que hayas hecho? Preguntoóel juez.

Pues solo me falta añadir que todo esto y el resto de mi vida ha quedado escrito en un libro que cuidadosamente compagine para ser leído por quienes lo encuentren, ojala sirva para que mis aciertos así como también los que no lo fueron, sean ejemplo de lo que se debe hacer o no. Si una sola persona saca de él algo que pueda servirle para cambiar su vida para bien, me daré por satisfecho. He ahí otro de mis logros.

Hubo un momento de silencio en la sala. Observe a mi alrededor y pude comprobar que aun era de día, por la tenue luz que se filtraba bajo una de las puertas que quedaban a nuestra derecha. Además del juez el jurado y yo, la sala estaba vacía, pero considerando el silencio y la indiferencia que el jurado demostraba, era como si solamente estuviésemos su señoría y yo.

Pasado un instante, mi interlocutor rompió el silencio diciendo:

Cuéntame de tus errores, o es que acaso todo lo has hecho bien? ¿Por qué crees que estas aquí entonces?

Fue ese el instante en que comencé a ponerme nervioso. Sabía que no podía mentir, no ahora. Que fácil hubiera resultado hacerlo, como tantas veces lo había hecho para librarme de alguna situación comprometedora. Sin embargo, resolví mi dilema diciendo:

Fácil y gratificante me ha resultado contarle mis buenas obras, mas serán largas las horas de vergüenza y remordimiento que pasare mientras se entera de todas las ofensas, mentiras, desprecios, y malas acciones que he cometido. Solo puedo agregar que de todas y cada una de esas malas acciones me arrepiento, de corazón así es, ojala no las hubiera cometido jamás.

Otro silencio aun más largo y más agonizantemente profundo que el anterior lleno la sala. Entonces algo inesperado aconteció, todos y cada uno de los miembros del jurado se pusieron de pie, y sin siquiera levantar la mirada y sin pronunciar palabra alguna, abandonaron aquel tribunal. Volví a mirar al señor juez para descubrir que durante todo aquel silencioso instante transcurrido, no había dejado de mirarme ni un solo momento. Una gran cantidad de sentimientos cruzaron por mi mente, de culpa, de vergüenza, de remordimiento, de impotencia, de tristeza y sobretodo, de mucho arrepentimiento. No encontré las palabras que pudieran comenzar siquiera a tratar de convencer al magistrado de lo que estaba sintiendo, y sin embargo, no fue necesario.

Él se levantó, y no fue hasta entonces, cuando observe aquel particular detalle en el que no había reparado; su vestimenta no era de color negro como habitualmente ocurre, sino de un blanco tan puro como la misma nieve… y me dijo:  “no es necesario que digas ya nada, no te pido excusas ni pretextos. Sé de todos y cada uno de tus actos, de tus intensiones y también de tus pecados. Sé de las veces que has mentido y también cuantas veces has fingido. Debo recordarte además que nada de lo que has hecho está oculto ahora, ni siquiera aquellas cosas que no me has dicho, o tal vez ya ni recuerdas. Eres uno más que ha cumplido una misión, una muy difícil y llena de obstáculos y barreras. Sé que las armas con que contaste fueron limitadas, y aun así superaste la mayor parte de ellas. Solo me resta hacerte una última pregunta; ¿has encontrado la felicidad?… Sí su señoría, respondí al instante, a lo que me indico: entonces puedes irte en paz, mas, no salgas por la puerta de atrás, sino por la grande, la del frente, esa debe ser.

Y así diciendo me dejó salir de allí hacia la eternidad. Allá, junto al rosal, vi desde lo alto a mi hijo, que sentadito a la sombra de aquel manzano y con lágrimas en sus ojos, leía  un libro y sonreía.

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