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La chica de la curva.

Me iban las góticas, no podía evitarlo. Su tez mórbida, sus vestimentas oscuras a juego con sus ojos, sus labios enrojecidos, sus ademanes enfermizos. Todo en ellas me excitaba sobremanera. La filosofía gótica, su culto a la muerte, encajaba a la perfección con mis gustos cinéfilos. Por aquel entonces, alternaba las películas de terror con el gore más bizarro.

El día que mi novia gótica se pasó al punk, decidí cambiar de pareja. Me gustaban las pieles remachadas, pero todo en su justa medida. Tras unos días de duelo me planteé recuperar mi vida amorosa, de modo que concentré mis esfuerzos románticos en el intento de ligarme a la chica de la curva. ¿Qué podía encontrar en semejante espectro?, se preguntará más de uno. Sus hebras azabaches cayendo en cascada sobre su frente, como un cortinaje que velara la probable existencia de una turbia mirada llena de secretos y verdades sofocadas, su camisón blanquecino, impoluto pese a las fatigas de una carretera nocturna afilada de sustos e imprevistos, su voz como surgida del fondo de una gruta, de una cripta, de una fosa tapizada de renuncia y olvido. Todo en ella me ponía a cien, de manera que seguí por los derroteros de la insistencia amorosa. Inmerso en esa estrategia fueron muchos los  trayectos de automóvil concentrados en una misma ruta, en el mismo punto kilométrico que no excedía de unos cincuenta metros. La recogía siempre en la misma cuneta y tras muchos breves diálogos repetitivos en los que la chica me revelaba su muerte en la siguiente curva, siempre la misma, para, acto seguido, desvanecerse en el aire, conseguí una primera cita. Minutos antes de alcanzar la fatídica curva, unos segundos antes de que las ruedas de mi vehículo chirriaran y ella desapareciera invariablemente después de proferir la consabida advertencia: ¡cuidado con la curva!, aquí fue donde me maté después de que mi coche derrapara, contraataqué con mi propuesta: ¿te apetece ver “Las colinas tienen ojos”?, estoy seguro que te encantará.

Fuimos al cine. Imagino que por deformación profesional, la chica de la curva me reventó la película: Aquí es cuando la rubia muere degollada, me reveló poco antes del final. Aquello me solivianto. Ya sabía que el personaje iba a morir, pero desconocía la manera en que iba a producirse. La devolví a la cuneta de costumbre. ¿Volveremos a vernos?, preguntó. Ya deberías saberlo. Conoces todos los finales. Creí percibir una mirada de entendimiento y tristeza tras el cortinaje de sus hebras negras.

Si hay algo que no soporto en esta vida es al jodido cabrón (o cabrona) que te susurra al oído el final de una historia. La sorpresa es un ingrediente esencial, un aliño imprescindible con que amenizar el guiso de cualquier vida y eso era algo que la chica de la curva era incapaz de comprender.     

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