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Feliciano Buendía llegó a su casa como solía hacerlo todas las noches a la misma hora, sin más anhelo que descansar de la rutinaria labor en su oficina, metió las manos en el bolsillo de su chaqueta y al sacar las llaves, estas rasgaron la tela sin compasión, para luego resbalarse por entre sus dedos y caer al piso cubierto de noche frente a su casa.

- ¡Hijo de P…! – cortó la frase al darse cuenta que por reflejo había movido su pie, pegándole a las llaves y enviándolas unos metros más allá cerca de una alcantarilla cubierta por la luz de un farol.

Desde una ventana cercana Porciúnculo Malavides disfrutaba de la escena con el morbo que envuelve el mal impropio cuando lo sentimos aún más ajeno, gustaba de ver a su vecino envolverse en situaciones tan absurdas que a veces tenía la sensación que su ventana se convertía en un aparato de televisión donde podía deleitarse de una absurda comedía.

- ¿Qué miras? – Preguntó una voz femenina a su espalda.

- ¡Nada de tu incumbencia, mujer! ¡Maldita sea, vete a dormir de una buena vez! -Respondió con la sutileza de un orangután en celo mientras su regordete rostro se desdibujaba por un instante.

En la acera de enfrente, Feliciano se acercaba lentamente hacia el punto donde habían caído las llaves.

– No se muevan por favor – les suplicó como si estas tuvieran vida y desearan verle sufrir. - Aguanten ahí – Susurró al viento con angustia al verlas al borde de la alcantarilla; sus experiencias no habían sido agradables en situaciones similares, tembloroso, dudó un momento. – Dios, por favor – suplicó esperando que esto fortaleciera su suerte.

Tan concentrado estaba en su objetivo que pasó por alto el borde de la acera; su cuerpo cayó hacia delante con la gracia de un ladrillo, su mano izquierda rozó el metálico tesoro, empujándolo a la boca oscura del desagüe. Desde su posición cómoda, Porciúnculo no podía contener su risa porcina, inundado por la dicha y la ansiedad de ver la frustración marcada en el rostro de Feliciano, quien se levantaba victorioso con las llaves en su mano derecha, esta vez sus reflejos fueron más rápidos que su mala fortuna.

Embarrado como estaba, y con el pantalón roto a la altura de las rodillas, abrió la puerta de su casa disfrutando de su pequeña victoria, ignorando que cerca de ahí había un espectador que se alejaba de la ventana maldiciendo en voz alta mientras destapaba una cerveza.

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