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No siempre se es lo que se desea, pero lo que se ha sido, suele ser lo que debió ser.
Al maestro, Mario Benedetti
Q.E.P.D.

El hombre estaba viejo, si viejo se le puede llamar a quien ha recorrido el camino de la vida por tantos años. Con gracia y dignidad altiva había llegado a la novena década, según su propia cuenta.

Sin embargo, y muy a pesar del reuma en casi todas las articulaciones, su escasa vista y algunas fallas renales, en su interior habitaba un muchacho que, si acaso, alcanzaba los treinta.

Buscó su camisa más linda, su pantalón de hilo azul, su corbata favorita y se puso a sacarle brillo a sus zapatos negros. El sabía, muy dentro de si, que ella vendría esa noche, es mas, estaba seguro.

Caminó lentamente hasta la esquina y le pidió a su amigo Gerardo que le cortara el cabello.

“Esta noche debo lucir mejor que nunca” –le comento al barbero- “así que esmérate amigo mío”.

Ya de regreso a su casa, cortó unas signias de su jardín y las llevó adentro, donde las arregló y las puso en un florero en el centro de la mesa de la sala.

Por la tarde se puso nostálgico, saco aquel antiguo baúl de madera y comenzó a recordar. Allí había varias fotos y junto a ellas, encontró la vieja medalla obtenida en batalla. Su mente retornó al día aquel, cuando la vio pasar junto a el, y ella lo miró con ojos tristes.

Eran tiempos tormentosos, pero en medio de aquella monstruosa sensación de miedo, escuchando el tableteo constante de las metrallas, y sin saber cuando estallaría el impacto del mortero enemigo, ella, que siguió mirándolo desde una ventana del edificio a punto de derrumbarse, le sugirió un escape, una esperanza, una luz…

No volvió a verla en todos esos años, pero su profunda mirada lo acompañó cada día, como  un escapulario  que se lleva al cuello. Se vistió con las ropas antes escogidas y se acostó tranquilamente a esperarla.

Ella llegó en silencio y volvió a poner su mirada en la suya poco antes de la media noche, y tal  como la recordaba, melancólica y sombría, se le antojó tanto pura como romántica.

Le tomo su mano, que ya no temblaba, y lo besó en los labios, para luego llevárselo con la promesa del merecido descanso.

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