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La segunda vez vomité y, en adelante, estos dos días de la semana iba una muchacha con estómago a prueba de lo que fuera porque no se inmutaba con la sangre, pus, costras o las propias entrañas del herido; mi primo, como andaba anestesiado por el traguito  no le importaba nada, cortaba, cosía, desinfectaba, no en ese orden, se lavaba las manos y mientras la enfermera terminaba de organizar  al paciente se involucraba entre pecho y espalda, así decía, dos o tres tragos largos bien medidos. Con él nunca me faltaron el dinero ni la cerveza, como no le gustaba fiar siempre me daba en efectivo para pagar la llenada de la botellita y jamás, que yo recuerde, me pedía lo que sobraba y que yo invertía en cerveza; solo que la compraba en otra tienda y decía que era para el doctor, de manera que uno de los tenderos estaba convencido de la afición de mi primo por el trago y el otro por la cerveza, a la ocho de la noche salía del consultorio haciendo eses, cuando podía salir, porque si la borrachera era fenomenal se dormía en la camilla de los enfermos pero antes me pedía que le hiciera llenar la botellita, por si se ofrecía durante la noche, al otro día, sin falta, la encontraba desocupada. 

Dicen que cuando el demonio se empeña en perder a alguien se las ingenia para lograr sus propósitos y  conmigo lo logró en la forma menos pensada. Al terminar el año, cuando llegan las festividades religiosas y alegres apareció en el pueblo una familia nueva que ocupó la casa del gerente regional de la cerveza,  construcción en la cual se almacenaban cajas y cajas de botellas para surtir la población y otros municipios vecinos. 

Dio la casualidad que el niño era hijo único y salía a la calle con su abuelita; igual que yo, y en un pueblo tan pequeño era inevitable que las dos señoras se encontraran y charlaran; el demonio hizo que las benditas viejas fueran de la misma región del país y pues si señor que convertirse en las mejores amigas fue cuestión de poco tiempo; más nos demoramos en hacernos amigos con el niño que tenía el nombre del dios griego del vino, Dionisio (les juro que este era su verdadero nombre) y en invitarnos mutuamente a las respectivas casas. En realidad la mía era común y corriente y lo único raro que tenia para mostrarle era la hermosa biblioteca que no le llamó la atención; él era un niño de padre pudiente porque en esa época manejar un depósito de cerveza dejaba bastante dinero y, claro, el niño tenía cualquier cantidad de juguetes, patines, bicicleta y otros artefactos desconocidos en el pueblo pero, para mí, lo más importante estaba bajo nuestros pies, en un sótano falso: el depósito mejor surtido de la comarca y sus alrededores con mas de tres mil cajas de cerveza, cada una de treinta unidades, con la mayoría de las botellas llenas  que, cada semana, volvían a llenar los camiones que bajaban de la capital.

Yo rehusaba todos los juegos que él proponía y siempre jugábamos a las escondidas, mi favorito porque me escondía en la bodega y les daba frecuentes besos a las botellas, besos con lengua y todo porque cargaba entre el bolsillo un destapador; si me tocaba buscar, igual, aunque supiera donde estaba oculto pasaba de largo y haciéndome el tonto me iba para el sótano donde mis consentidas y, desde esa temprana edad, adquirí una resistencia increíble para soportar  el alcohol; a veces le llevaba la idea y jugábamos con sus hermosos juguetes; el que más me gustaba era un mecano con el cual armábamos máquinas fantásticas, edificios, puentes y cuanta cosa se mete en la cabeza de dos niños de nueve o diez años, no estoy seguro. Nunca le pregunté por la mamá y más tarde vine a saber que era huérfano por causa de un accidente que no podía contarme porque él tampoco sabía con certeza que había pasado y los adultos evadían el tema cuando preguntaba.

Con el tiempo me descubrió bebiendo pero no me dijo nada.  Se sentó junto a mí, en el físico suelo, y me preguntó a que sabía, yo le alcancé la botella, sin explicaciones, probó y no le gustó, entonces tuve que explicarle que al principio sabe mal pero después uno le va cogiendo el gusto y lo hace sentir lo máximo; me resultó buen alumno y cuando le cogió el agrado ya no quiso saber más de juegos de niños, directamente bajábamos al depósito a jugar a los señores y hablábamos de negocios, de deportes y de mujeres.  Por razón de su trabajo el papá del “dios del vino” viajaba todos los días, menos el domingo, por los diferentes municipios de la región y tomaba con los clientes. Por lo general llegaba a las nueve o diez de la noche más o menos borracho, lo llamaba, si no estaba muy tarde, le daba un beso, preguntaba bobadas, le echaba la bendición y se dormía, eso me lo contaba él porque a mí me acostaban a las seis de la tarde para que no me hiciera daño el anochecer, comía muy poco y dormía como los benditos hasta el otro día, por lo general me despertaba una pesadilla recurrente con un río, mar, laguna o cualquier sitio relacionado con agua y despertaba en un mar de orines que ocasionaba las burlas de mis hermanos menores y la ira de mi madre pero mi abuela se levantaba como un muro furibundo contra el cual se estrellaban todos los proyectiles verbales. Nunca supieron la verdadera causa de mis malestares infantiles y el hábito de orinarme en la cama: me acostaba borracho y con la vejiga llena y ahí tienen la orinada y los malestares consuetudinarios eran ni más ni menos que las resacas del vicio.

Una de las tías de mi madre, o sea, una de mis tías abuelas tenía una tienda en uno de los costados de la plaza mayor, que es un decir porque el pueblo era bien miserable y con una única placita en el centro, donde estaba la iglesia y el ampulosamente llamado palacio municipal; al costado de este estaba el establecimiento de mi tía donde vendía de todo, y todo es todo: Víveres, abarrotes, baratijas, cacharros, lencería, lociones ordinarias y licores; los miércoles y domingos los campesinos aprovechaban esos días de mercado para comprar los víveres y abarrotes de la semana y meter entre pecho y espalda el elixir que les alegraba el espíritu.

Cuando me renunciaron a la carrera de acólito decidí seguir la de tendero y como era el único fiable de la familia podía entrar impunemente detrás del mostrador a despachar cerveza y trago a los  borrachitos y manejar las monedas y billetes de las cuentas; nadie desconfiaba de este niño cándido e inocente, de manera que podía sisar en las cuentas con absoluta tranquilidad y desocuparme, de vez en cuando, una botellita de cerveza que camuflaba entre el envase que se acumulaba en las cajas. A pesar de mi obstinación con el licor era muy ordenado con las cuentas y al final del día le ayudaba a la viejita a organizar los billetes y las monedas en grupos según la denominación; además, durante la siesta del medio día de mi tía, camuflaba licor en la bodeguita que estaba a la izquierda del local en una pieza donde sólo entrábamos los dos; muchos años pasaron para que ella falleciera y muchísimos más para el deceso de las otras dos tías y nunca se supo de mis hurtos ni de mi sed intolerable que impidió que llegara más lejos de donde llegué.

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