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Con cierta arrogancia de la conciencia mi razón se distanció de los sentimientos y resolví matar a un amor al que presté demasiada atención. Sepultarlo a tiempo impidió que se consagre único y persistente. No es mi estilo como habitual acopiador de conquistas al por mayor. Aún así, percibí el sabor amargo de su pérdida luego de considerar, a mi amante circunstancial, una propiedad privada, aunque impedida de adueñarse ella de mis posesiones. Desalojé a su corazón del mío, apreté los dientes sin mirar atrás y puse proa hacia el mar del olvido. Eso fue todo.

Por cierto que me sentí culpable de alimentar un fuego del que seguramente arde todavía su rescoldo en el alma de esa infortunada. Más no debo atormentarme. Tengo para mí que un amor perdido es un pájaro libre que a otro amor ha de volar. El mío, al menos, ronda disponible por otros cielos y sin el peso del dolor. Veranos no han de faltar para probar cada fruta de estación, fresca, dulce y pasajera. Manjares de ocasión para las urgencias de mi paladar.

Más no recalan en mi las penas de la ausencia ni me desvela la zozobra por los celos de un cariño que, si no me atañe, no es motivo para morir ni será su luz necesaria para disipar ninguna tormenta. No se trata, claro, de una simple estrategia de fácil aplicación, si de cultivar el desamor se trata. Vivo prevenido, temeroso de un amor que sobrevenga con sus torrentes a inundarme. Me vería entonces tentado de respirarlo a pleno, como al aire matinal y a disfrutar de su vigor si es que fuese el verdadero. Pero en este punto se genera mi incertidumbre, precisamente por la dificultad de reconocer al verdadero. Es así que, para evitar el peligro de una elección fallida, suelo salpicarme apenas si con chaparrones aislados. Disfruto de probanzas diversas, alternando modos y vibraciones de surtidas pasiones, cuyos vientos traen deliciosos aromas. Vale para mí, afecto a los amores furtivos y volátiles, la mayor de las cautelas y economía de recursos. Regido por la fórmula indivisible de la unidad practico el unicato personal y prescindo de multiplicar por dos los platos, la cama, las vituallas, las almohadas, las toallas. Tampoco debo prestarme al debate de variados asuntos o a la distribución equitativa que garantice una mutua supervivencia. De mi recelan muchos que desean los beneficios de la libertad que  poseo.  Esa, a la que sostengo a fuerza de noches blancas, de copas vacías, de ancha cama desierta, de rápidos desayunos y de fugaces cenas; de silla frente a la mesa sin cubiertos que la justifiquen; de la propia sombra que, por solitaria, no sabe de otra que a su lado la acompañe. Asimismo, podrían envidiarme aquellos que supieran del tiempo disponible a mi antojo, que de tan laxo y ocioso se prolonga en infinitas horas. También, si supieran de mis regresos por las noches a mi residencia, de la que abro su puerta sin golpear para ingresar, parsimonioso, al reino confortable del silencio; allí donde no aturden los bullicios ni merodean los murmullos; donde nunca escucho una voz que pregunte por si soy yo, efectivamente, el que ha llegado y a la que deba responderle dando cuenta de la faena del día y de las novedades del mundo cuidándome de relatar lo que no fuese conveniente.

Allí donde aguarda una pantalla que activo no bien caigo, vencido, sobre un sillón soberano desde donde observo la vida en fragmentos que pasa frente a mis ojos.

Allí donde nadie me disputa la libre manía de hacer zapping.     

René Bacco

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