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Esta historia tiene que ver con mi familia y, concretamente, con uno de mis hermanos, Francisco, Q.E.P.D. Él se fue de la casa desde los catorce años y durante mucho tiempo se desconoció su paradero. Algunas personas nos decían que lo habían visto en Santa Marta, otras en Cali, en Bogotá, en Cartagena, etc. Después supimos que parecía el judío errante y estuvo en todas estas ciudades y muchas más, siempre acompañado de su compañera eterna, Marina, que estuvo a su lado en las buenas y en las malas.

Un domingo sin fecha, pasó por el atrio de una iglesia y, cosa curiosa porque nunca iba a misa, escuchó el comienzo del sermón y entró a oírlo completo. El tema era la parábola del hijo pródigo que pide su herencia y se va a recorrer el mundo malgastando todo con prostitutas y malas amistades. Las palabras del sacerdote lo impactaron y salió del templo llorando, con la firme intención de retornar a la casa paterna y enmendar todos sus errores.

Estaba seguro de que mi madre, pobrecita ella, que lo lloro varios años pero ya lo daba por muerto, lo recibiría igual que el padre de la parábola. Viajó los kilómetros que lo separaban del hogar que dejó muchos años atrás y se apareció en la sala donde se encontraba nuestra madre leyendo: “Madrecita, aquí estoy” dijo, como si fuera una gran noticia. Nuestra mamá levantó la vista del libro, lo miró detenidamente y respondió: “Ah, volvió, ya pensábamos que estaba muerto” y retomo el hilo de la lectura.

Mi hermano, que esperaba fiesta con pólvora y gran banquete no supo que decir. Pensaba en el ternero cebado, las bebidas, la música, la ropa nueva y todo lo que escuchó en las palabras del cura desde el púlpito y de nuevo lloró y con voz entrecortada le dijo: “Madrecita, por lo menos me matan un pollo para darme la bienvenida”

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