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París, 6 de Junio de 1.832

Los republicanos se habían levantado contra el régimen monárquico de Luis Felipe. Fue una terrible y sangrienta rebelión que azotó París.

Pierre era un joven idealista insurgente, con poco más de veinte años. Delgado, alto, de pelo negro, con un rostro angular muy atractivo y de profundos ojos azules.  

Cuando los soldados del rey tomaron el dominio, los rebeldes se dispersaron por toda la ciudad. El paisaje era desolador, cadáveres y gritos de dolor por todas partes, esquirlas de cañón esparcidas por las aceras, barricadas humeantes y sobre todo, un olor nauseabundo de sangre mezclada con polvora.

Pierre huyó por las calles, sin detenerse. Cuando logró doblar la esquina de la avenida principal, se topó con una elegantísima mansión, cuyo pórtico de hierro estaba entre abierto. No lo dudó, ingresó inmediatamente y se encontró con un imponente jardín delantero. Continuó hasta la puerta central. Estaba cerrada. Golpeó desaforadamente, pero nadie respondió. No pudo más y se desplomó.

Cuando logró reaccionar, se acercó a los grandes ventanales que rodeaban el edificio principal. Todos se encontraban completamente cerrados, con fuertes y trabajadas celosías de madera.

Se quedó en cuclillas, sin saber qué hacer. De pronto escuchó una voz de mujer, muy dulce y armónica, que salía de una de las ventanas.    

― ¿ Quién es Usted y que quiere ?.

Pierre se levantó lentamente  y le respondió con su último aliento.

― ¡Por favor, ayúdeme!. 

La voz, volvió a responderle, con el mismo tono:

― Vaya rápidamente a la casa de los criados, a la izquierda de la gran fuente del jardín. No tiene llaves y nadie lo molestará allí.

Pierre se quedó apabullado, no lo esperaba. Luego de recuperarse, le dijo:

― Solo dígame su nombre. Usted es mi ángel salvador y no me iré sin saberlo.

El silencio sobrevino a esta frase y fue prolongado. Pierre estaba determinado a no marcharse sin esa respuesta, aún cuando le costara la vida. La voz volvió a manifestarse, muy escuetamente:

― Me llamo Anastasia.

El guardó ese nombre como el más preciado de sus tesoros. Luego agregó eufóricamente:

― El mío es Pierre Dubois.

Mientras caminaba hacia el lugar indicado, su rostro se fue transformando de un pavor extremo a una cálida serenidad.

Cuando estuvo allí, escogió un cómodo sofá y se deslizó suavemente sobre él. Inmediatamente le sobrevino un fuerte sopor y se quedó profundamente dormido.   

Al otro día ya no se oían los ruidos de cañones y la ciudad parecía estar en silencio. Una calma tétrica. Pierre se levantó y tomó algunos alimentos que estaban en la casa y comenzó a recuperar fuerzas. La lucha quedó atrás en sus pensamientos, solo estaba la voz sensual de esa mujer.   

Decidió volver a la casona principal. Se quedó largo rato sentado junto a la ventana de su salvadora,  esperando oírla  nuevamente. Fue algo que no sucedió. Apesadumbrado, regresó nuevamente a su refugio.

Comenzó a extrañarse que nadie estuviera allí, ni siquiera los criados, solo esa mujer. Estaba consciente que París era un caos y que tal vez todos hubieran huido, pero ese lugar parecía ajeno al delirio de muerte que se cernía sobe la ciudad. La paz era abrumadora y el silencio, aún más. Por lo lujoso, debía pertenecer a un aristócrata y tal vez por ello, la guardia real no la agredió. Se atemorizó. Podría estar cobijado entre sus enemigos. Debía ser cauteloso, pero la intriga por esa mujer lo superaba.  

No se resignó y volvió a la hermética ventana; esta vez, la golpeó fuertemente.

― ¡Anastasia, contésteme por favor!. Necesito saber de Usted.

La extraña voz se hizo oír nuevamente:  

― Cálmese, aquí estoy ―  esa frase lo estremeció mucho más que la dura lucha que había librado recientemente.    

― Usted me ha salvado y no sé por qué. ¡Por favor, dígamelo!.  Nuevamente el irritante silencio que solo lograba acrecentar su ansiedad.     

― Porque lo necesitaba ― musitó la mujer, luego de un rato.

Pierre no sabía que pensar. La intriga lo atormentaba, pero al mismo tiempo sentía una gran fascinación.  

Al anochecer se volvió a sentar junto a la ventana y comenzó a hablarle de su vida, de lo que deseaba para el pueblo de París, de sus sentimientos más profundos. Incluso le recitó un poema que había escrito para ella; extraño, pero no inverosímil. No le ocultó nada, después de todo, ella lo había salvado de la muerte. Anastasia solo escuchaba, pero no le hablaba. El sabía que estaba allí, porque se lo hacía notar con algunos ruidos indefinidos.

El había expuesto su corazón y ella permanecía en silencio. No entendía por qué. Luego de transcurrir varias horas, no pudo más y le preguntó:   

 ― ¿Anastasia, ya que no me habla, por lo menos abra la ventana y déjeme ver su rostro?   

El silencio volvió a interponerse entre ellos. Era un muro infranqueable.  

“¡ Que sucede!, se dijo. Acaso no soy digno de verla, se replicó”.

Al amanecer del otro día, solo se sentó cerca de la ventana y no le habló. Estaba enfadado y quería que ella lo supiera. Deseaba que experimentara lo que es estar solo y no tener a nadie.

El silenció fue mutuo. El sabía que Anastasia estaba allí, sintió su mirada entre los intersticios de la ventana, escudriñando todo su cuerpo, todo su ser. Pierre solo se quedó quieto, apoyando su espalda sobre una columna, con la mirada en sentido contrario a ella.

De pronto, un destacamento de soldados del rey penetró en el jardín delantero, en busca de rebeldes. A él ya no le importaba lo que le sucediera, estaba cansado, sobre todo de la indiferencia de Anastasia. Siguió inmóvil, con su mirada perdida en el infinito.  

***

Cuando nací, mi padre dijo, con desdén, “es solo una niña”. Con el tiempo comprendí amargamente que eso significaba pertenecer al sexo incorrecto. Fue el despertar a la realidad de mi vida.

Me dieron el nombre de Anastasia, en honor a mi abuela. Siempre obedecí a mi padre, sin objetar nada, así me educaron. Mi opinión nunca contaba, por lo menos, en los temas importantes.

Cuando cumplí quince años, mi padre me ordenó casarme con Alexandre de Gobineau, el consejero del rey; no pude hacer otra cosa, más que aceptar la decisión. ¿Acaso tenía el poder de negarme?.  

Mi esposo tenía cuarenta y cinco años. Yo no sentía nada por él, más que el respeto que siempre me inculcaron a los hombres. “El matrimonio es una institución”, me decía mi padre constantemente. El amor, nunca lo mencionó.  

No tuvimos hijos, por su problema íntimo. Eso lo irritaba muchísimo. En la alcoba, por las noches, me hacía hacer cosas indescriptibles para satisfacer sus deseos sexuales. 

Tenía diecinueve años y ese día un joven estaba frente a mi ventana. No podía dejarlo a su suerte; le di la casa de los criados. Era un refugio seguro. Supuse que nadie vendría a molestar la residencia de Gobineau, por su vinculación con el rey.  

De repente comencé a sentir algo que nunca lo había experimentado con mi esposo. Los dos eran hombres, pero Pierre era diferente. Su alma me conmovió. Ese poema que me escribió,  me hizo llorar de emoción.

Yo era una dama y las damas no podían hacer nada incorrecto. Hablarle a un extraño, no era posible; menos aún, que viera mi rostro. ¡Nunca!, aunque mi corazón deseara lo contrario. Las formas siempre debían cuidarse, así me enseñaron desde pequeña.  

Supe que estaba enojado por esa circunstancia; por ello, esa mañana,   solo se limitó a sentarse en la columna frente a mi ventana y no hablarme más.

¡ Que podía hacer !. Los criados habían huido cuando comenzaron las primeras hostilidades y mi esposo estaba con el rey. Me sentía atemorizada y desamparada.  

Cuando vi la guardia imperial, no tuve más remedio. Abrí mi ventana y él giró su cabeza con indiferencia. No había tiempo y le dije rápidamente:

― ¡Ven Pierre, entra!  ―. Le extendí mis dos brazos.

Percibí en sus ojos, que no esperaba esto de mí. Luego de unos instantes, reaccionó e ingresó velozmente a la casona.

― Eres más hermosa de lo que pensaba, Anastasia. Si tus ojos celestes fueran más brillantes y tu pelo rubio más claro, estaría enceguecido y condenado a la oscuridad  ― me dijo con gentileza, olvidándose bruscamente del tonto enfado que tenía. Me hizo soltar algunas lágrimas de felicidad.   

La guardia se retiró luego de buscar en el jardín. No se atrevieron a molestar la casa principal.

Cuando estuvimos frente a frente, nuestras miradas quedaron fijas; sentí que flotaba con él, aunque parezca descabellado. Ahora comenzaba a comprender lo que significaba el amor por un hombre.

Inmediatamente, como caballero, me besó la mano, en señal de respeto. Desde ese momento, todos mis temores se esfumaron.

No era un extraño para mí, a pesar de haberlo conocido hacía dos días. Su cálida voz y su suavidad en el trato, me sedujeron. Prestaba muchísima atención a todo lo que decía, algo a lo cual no estaba acostumbrada.  Le confesé cosas muy intimas,  que ni siquiera mi esposo sabía. Era tan feliz con Pierre que no podía creer que todo fuese real.   

Esa noche durmió junto a mi cama, vestido, para no ofenderme. Mis ojos no estaban cerrados sino dirigidos a Pierre. Recostado en el piso, con su camisa blanca que exhibía su trabajado pecho y una descuidada cabellera lacia que ocultaba parte de su sereno rostro, me hacían estremecer lo suficiente como para no conciliar el sueño por el resto de mi vida.      

***

La pasión no tiene tiempo ni límites. Al amanecer, sucedió lo inevitable, Pierre y Anastasia hicieron el amor, como jamás lo experimentaron antes. Eran dos almas fundidas en un solo ser. Los perjuicios y temores ya no existían.   

París comenzaba a recuperar la paz y el orden. Los amantes debían terminar su idilio o continuarlo. La decisión era de ellos.

Pierre la tomó suavemente del rostro y le dijo con firmeza:

― Te amo tanto Anastasia, que si no estás conmigo, no me importa seguir viviendo.   

Esas palabras sacudieron el corazón de ella, dividiéndolo en dos. Debía escoger entre la seguridad de su vida actual o la incertidumbre de un futuro con Pierre.

Ambos sintieron que el destino les otorgaba una última oportunidad para ser felices. Decidieron huir a Inglaterra, donde Pierre tenía familiares y podrían iniciar una nueva vida.

Ella no llevó nada de la casa, quería romper por completo con su pasado. Tomados de la mano, salieron por la puerta principal.

Al cruzar el pórtico, vieron a Alexandre de Gobineau, escoltado por diez soldados,  que se dirigía hacia ellos. Encabezaba el grupo galopando un majestuoso caballo blanco.      

Los enamorados se sintieron perdidos y sin escapatoria. Pierre no estaba armado y además, sería una locura enfrentarse a la guardia con Anastasia a su lado. Tampoco ella tendría ninguna justificación con su esposo. Solo se abrazaron y esperaron el fatal desenlace.

El tiempo parecía haberse detenido en ese instante. El galope de los soldados era muy lento, casi no avanzaban; por lo menos, así lo percibían ellos.

Inesperadamente, un rebelde parapetado detrás de un carruaje destruido, disparó al grupo. La guardia se dispersó brevemente para luego comenzar la persecución contra ese desafortunado hombre.     

Fue el milagro que necesitaban para huir. Corrieron desenfrenadamente por esa calle, en sentido contrario a los disturbios. Ya nada podía detenerlos, el horizonte les pertenecía.

Luego de unos días, lograron llegar a Inglaterra, donde vivieron felices durante muchísimos años, rodeados de sus hijos y nietos. 

El amor fue tan fuerte que el propio destino no se atrevió a romper esa unión. Cuando la muerte llegó a sus ancianos cuerpos, se los llevó juntos, unidos de las manos para toda la eternidad.

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