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Abriendo los ojos, lo primero que reconocí fue tu boca.

Yo había aprendido a la perfección esa boca. Recordarás que pasaba horas enteras mordiéndola, dibujándola con la lengua, definiéndola con mis dedos. Era obvio cómo, a través del tiempo eterno de cada beso, el color sonrosado se volvía igual a la pintura del interior de tu sexo. Después de comerte la boca por interminables horas, yo iba al congelador y sacaba miel, la disolvía con un poco de vino y con el dedo corazón esparcía la mezcla en tu labio inferior.

"De ahí bebía, y volvía a llenarlo para volver a beber. Me embriagaba de tu boca, era más el efecto de la hinchazón de tus labios que el licor, te bebía como único remedio; igual a los brebajes para el corazón. Y tú; con los ojos cerrados y la boca entreabierta, sin blusa y con la falda recogida en la cintura, con el sexo aromático y los senos regados de sudor; eras la reencarnación de la lujuria ¡Qué ganas de meterme en ese lugar de carne, saliva y dientes!".

Empujándome del pecho me ponías con la espalda en el sillón de tu habitación. Así, abriendo la boca, ponías mi sexo hasta tu garganta; me hacías tuyo con tu mirada en la mía. Yo percibía todo desde la arista de un sueño, tus labios mojando cada vena y músculo, la lengua escapando de entre ellos para lamerme, la protuberancia en tu cuello al querer resistirme por completo. No parabas hasta sentir mis contracciones y la blanca, espesa, sustancia escurrir por tu garganta.

De ahí nació nuestra perversión por tus labios de lujuria.

Foto y texto: Marváz

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