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Ya me cansé de pensar cómo voy a salir de este enredo tan hijuemadre. Siempre me meto en líos por mi maldita costumbre de meterme en lo que no me importa; y es que la manía de pelear la traigo en la sangre, desde que me conozco sé que mi familia ha sido camorrista de miedo y mi abuela paterna colaboró en forma eficaz para reforzarme la idea en la cabeza, la viejita no sólo me decía que no me dejara de nadie sino que me enseñaba a defenderme.

Mi abuela no le permitía a ningún pendejo que le faltara al respeto o que tratara de asustarla, ¡qué va!, la vieja le daba su merecido a lengua un rato al ofensor y, si el tipo insistía en alegar, la cucha pasaba de una a los hechos y le soltaba tremendo bofetón, con madrazo incluido; si eso no bastaba lo mechoneaba y mientras  lo sacudía cogido de los cabellos le soltaba tremendos puntapiés en las espinillas, ¡que vieja tan brava! Lo de vieja es relativo, yo tenía unos siete u ocho años y la nana unos cincuenta a lo más pero a mí se me hacía viejísima.

Pasé la primaria dejándome pendejiar del primero que se quisiera poner de valiente conmigo; entonces la abue tomaba las cosas como propias y “arreglaba el asunto”. Como nada es eterno y yo crecía, la vieja me pegó una vaciada del putas y me trató de bobo, cobarde, gallina y otras cosas más denigrantes, entonces decidí enfrentar las ofensas por mi cuenta. En el primer año de bachiller, me salió el matón de segundo a joderme la vida; al principio me asusté y lo dejé decir lo que quisiera mientras me acordaba de las lecciones recibidas. Un matón se confía por el silencio de la víctima, entonces puse en práctica los consejos de familia, en un descuido del grandulón, certera patada en las pelotas y listo, el muchacho se dobló con un grito agónico, entonces lo empujé y lo hice caer al piso… allí lo rematé a patadas y listo. Los mirones me miraron como reprochando algo pero todos dejaron la jeta cerrada.

Una de las lecciones familiares es que uno pelea para ganar. “Si usted duda de ganar no pelee, y para ganar use todas las artimañas que pueda”. Con el correr de los años usé botellas, sillas, butacas, palos, varillas, navajas… no era sino que el valiente que me buscaba la pelea diera la oportunidad y se encontraba con la cabeza rota de un botellazo; si eran varios (caso que ocurría con frecuencia en las riñas de cantina), los asientos volaban que era una dicha. Casi nunca encontraba ayuda de nadie, como mi fama era de peleador y traicionero abundaban los que deseaban cascarme pero la suerte nunca me abandono.

Miren como es la vida, o que mi Dios lo protege a uno de todo mal y peligro; una noche mi primo me dijo que se iba a demorar con una nena en el bar y allí no permitían armas de ninguna índole, entonces me entregó el machete, envuelto en un periódico para que se lo llevara a la casa. Iba saliendo del pueblo cuando vi tres conocidos que me tenían ganas desde hace días y se fueron corriendo al centro de la vía para cerrarme el paso. Yo caminé más despacio mientras medía las distancias y calculaba mis posibilidades, uno tenía una zurriaga y los otros dos cuchillos. ¡Va, para mí eso no era nada!, pensé y seguí despacio.

A dos pasos de los malandrines desenfundé el machete de una y les grité: ¡Vengan a ver de a cuanto les toca malparidos! Y los encendí a machetazos (lo del grito es parte de la técnica, cuando los agresores son más, se confían en el temor de la víctima y el grito sorpresivo los sorprende), al de la zurriaga se la partí del primer tajo y mientras este cliente pensaba que hacer el machete le cortó la mano con todo y cuchillo al segundo, al tercero le mande un corte con toda la fuerza a las costillas cuando quiso  huir y al dar vuelta para cortar al primero este ya iba en carrera huyendo. Le grité: ¡Venga marica y pelié como los varones!, Qué se iba a devolver.

Muchos se equivocaron conmigo a causa de mi tamaño. Pensaban que mi metro sesenta me hacía vulnerable, en especial para los grandulones, y eso los hacía confiarse, sin saber que la verdadera pelea va más allá de la estatura y el peso. Mi familia pelea con todo el cuerpo y por eso es difícil ganarnos. Los puños y las patadas están bien en una pelea limpia, pero en esas peleas de taberna, de bar, de cantina y en estados alterados por el alcohol las reglas no existen; ahí se pelea a cabezazos, rodillazos, mordiscos y los objetos que uno encuentre a la mano. Para no ir tan lejos, hace como un año un man de casi dos metros alcanzó a abrazarme y comenzó a apretar y yo a perder el aire, cuando vi la garganta al alcance de mis dientes me prendí de ese pedazo de carne y seguí sin soltarlo a pesar de que el gigantón ya me había soltado y lo único que quería era desprenderse de mí; muchos me halaban, me daban puñetazos pero nada, sólo aflojé el mordisco cuando sentí que la boca se me llenaba de sangre, le trocé la yugular y el tipo casi se muere.

La última pelea fue anoche y ahora no sé que me espera. Iba para la casa y al pasar por la bomba de gasolina paré a tomar gaseosa y utilizar el orinal. Cuando salí me esperaban cuatro manes que ya conocía y me la tenían sentenciada. Cuando los vi abrirse en abanico miré que podía servirme para defenderme y lo que tenía más a la mano era un balde lleno de gasolina; antes de que se acercaran demasiado les eché encima el contenido del balde y, como la sorpresa los inmovilizó unos segundos, alcancé a sacar el encendedor del bolsillo, lo accioné y se lo arrimé al primero que alcancé, cuando prendió candela empezó a gritar y el fuego se extendió por todas partes…

Todo el pueblo salió con baldes y mangueras a tratar de sofocar el incendio. Al final quedaron tres hombres muertos (de los agresores) cinco heridos (Un agresor, el dueño de la gasolinera y tres vecinos de los que ayudaron a apagar) y un perrito. Yo me entregué a la policía y el sargento de la estación lo único que me dijo fue: “Gran güevón, ahora si la hizo completica”.

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