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En aquellos tiempos mi mundo era color de rosa. Llevaba la vida que todo joven disfruta: los amigos, las reuniones, la rola de moda: "Santa Lucía" que cantábamos en todas partes y en cada oportunidad, la ropa, el peinado, los zapatos, los discos...todos pasamos por un momento en el que pareciera que estamos en una dimensión aparte donde las cosas comunes y los sucesos de la vida diaria parecen no importar demasiado. Solo existe ese mundo que es nuestro mundo y nuestros intereses egocéntricos.

Hasta que un chispazo divino nos hace descubrir aquello que realmente nos llama, nos interesa, nos apasiona. En mi caso fue al iniciar un nuevo semestre y ver llegar por primera vez al salón de clases a un hombre que jamás olvidaré. Está demás entrar en detalles, el muchacho estaba arrancado de un libro de arte. Era perfecto, todas estábamos enamoradas de aquel incipiente profesor, nos desvivíamos por forrarle sus libros, cargarle las cosas del salón a la dirección y de la dirección escolar a donde él quisiera.

Además de esa figura y rostro celestiales, por si fuera poco, poseía una voz capaz de derretir al témpano más duro y frío sobre el planeta. Nunca supe bien a bien qué nos enseñó, su clase la pasé en las nubes, llegué al grado de comprar una grabadora de mano para perpetuar sus palabras y luego, en la privacidad de mi recámara viraba la cinta para escucharlo una y otra y otra vez.

Un día, llegó con la mirada triste, abatido...realmente destrozado. Hizo a un lado el temario de la materia que nos ocupaba, y sin más, abrió su corazón ante nosotros. Nos contó de su pasión: La radio. Soñaba con ser locutor, tenía los estudios, la capacidad, la voz -vaya que si la tenía- pero no la suerte. Nos confió que había ofrecido sus servicios en más de la mitad de las estaciones de radio, pero nada, era un rechazo continuo, en las de mayor prestigio ni siquiera lo habían dejado pasar de la puerta. Estaba realmente descorazonado. Nos habló de sus planes de casarse que quedaban inconclusos hasta no lograr su anhelo, el pobre casi llora ante nosotros que lo escuchábamos sin saber qué decirle.

Luego, para matar los minutos que quedaban antes de que el tiempo de la clase se agotara, sacó un libro de su portafolios y comenzó a leernos poesía. Cuando vi lo que iba a hacer me apresuré a sacar mi grabadora para no perderme los versos recitados por él. Pero al empezar a declamar, se me borró todo, olvidé apretar el botón de grabar y me quedé sentada, mirándolo con la boca abierta y totalmente embelesada. ¡Qué manera de leer poesía!. Leyó 4 poemas, todos magistralmente. Cuando terminó, tenía una sonrisa en los labios otra vez y antes de salir del aula se encogió de hombros y nos dijo como si nada: "Todavía tengo la otra mitad de las estaciones de radio para hacer el intento, y si no resulta, vuelvo a probar desde la primera".

El semestre terminó, el gallardo maestro se fue y nunca supe si su sueño se cumplió (de todo corazón, espero que si). Sin embargo, a él le de debo el descubrimiento de dos sentimientos que hasta entonces desconocía, o mejor dicho, no los había experimentado en mi nunca antes: la pasión por un sueño que puede ser tan grande que inyecta un deseo de triunfar genuino, ardiente, punzante, tan intenso que difícilmente podría llegar a ser sofocado y el amor a la poesía, ese género literario tan perfecto, tan armonioso que posee en sí mismo música dulce y sublime sin necesidad de instrumentos. Gracias a él descubrí en mi banal mundo de estudiante que los versos me gustaban, al principio pensé que era porque puestos en su boca y con su voz se escuchaban excelsos, luego supe que no era solo por eso, era la poesía como tal la que me movía. Y no solo ella, sino encontrar la forma en que un texto puede transformar el destino, los sentimientos, el pensamiento de una persona.

Me dediqué a leer poesía, me interesé por los libros y descubrí un mundo mágico, poderoso, encantador que hasta la fecha, me inunda de emoción el alma: el de las palabras escritas. Esas que pueden abrir heridas y cerrarlas con la misma facilidad, que te muestran mundos invisibles y los llevan a tus pies -al alcance mismo de tus manos- con tan solo seguir leyendo porque hacen visible lo invisible, que pueden llevar consuelo al afligido, consejo al que se siente perdido, pero que de la misma forma consiguen hacer magia, dar vida a los personajes de tal manera que parezcan reales, cotidianos...amigos. Con palabras se recrean los gestos humanos, se pinta un paisaje con todo y matices, sombras, luces...se inventan mundos que nunca existieron, se recrean otros que ya se han ido pero regresan gracias a ellas, pueblos enteros que invitan a unirse en sus luchas, en sus costumbres, en sus desventuras y aventuras, en su sencilla cotidianeidad.

Luego, leer me fue insuficiente. ¿Por qué no intentar yo misma dar vida a esas palabras que me enamoraron? Entonces resolví conquistar ese mundo lleno de letras, de reglas ortográficas, de la tan sufrida y carente métrica en los poemas, para intentar llegar más allá, mucho más allá.

Me encontré con los siguientes resultados: invariablemente, y aunque no quisiera, me revelaba a mi misma a través de mis obras, lo cual me dejaba prácticamente desnuda ante los ojos de los que leían mi trabajo, que entonces eran unos cuantos amigos y alguno que otro familiar, éstos últimos un poco más crueles que los primeros. Lógicamente, el original que uno concibe está lleno, plagado de imperfecciones que saltan a la vista del lector inmediatamente, antes de que la idea misma pueda lograr echar raíces y producir el efecto buscado. Me rompían el corazón, pero al recordar a mi guapo profesor arremetía de nuevo, y de nuevo...y de nuevo.

Desistí, eso sí, de mi intento por mostrar lo que hacía convencida de que a nadie más le interesaría lo que yo pudiera escribir y consciente, ahora, de que mi trabajo era mi esencia, yo misma a través de cada línea estructurada. Encontré la inspiración, descubrí que en realidad existe y está en mi, pero nos alcanza solo si al buscarnos, nos encuentra trabajando, de otra manera, se pierde.

 

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