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Después de una sesión de varias horas buscando amigos en Facebook como quien busca la genealogía de sus sentimientos perdidos, me he visto obligado a una tregua para recobrar el control de los nervios y escribir algunas palabras de desahogo. En efecto, me he dicho, Facebook es una vitamina engañosa que alimenta nuestra soledad, un virus pasajero que da la sensación de popularidad así estemos tan olvidados como un pepino en un barbecue.

Haciendo memoria en mi pasado ensayé primero con los compañeros de colegio. La búsqueda fue exitosa y descubrí muchos usuarios con los que tenía un pasado común colmado de buenas experiencias. A pesar de las poses rebuscadas de las fotos de perfil sus rostros dibujaban la indeleble huella del tiempo. Todos se veían felices, con familias jóvenes y carreras prometedoras. Pero un sentimiento me emboscó: la edad suele ejecutar su plan de manera tan silenciosa y traicionera que antes de que seamos conscientes sólo somos una sombra del antiguo esplendor.

Me sorprendió también que el virus no haya contagiado a algunos compañeros. Quizá pertenecen a esa generación para quienes los mecanismos tradicionales de la carta, la llamada telefónica, el encuentro casual o la noticia a través de terceras personas resultan más humanos que Internet, así exista el riesgo de un olvido perpetuo.

El siguiente paso fue indagar con los compañeros de estudios en la universidad, intento que me valió muchos aciertos y muchas emociones, no porque encontrara personas queridas con las cuales deseaba volver a entablar amistad, sino porque armando la genealogía del compañerismo pude acceder a un amigo de la época de colegio el cual parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.

La tercera etapa de la búsqueda me llevó a intentar con las antiguas novias. Saber si se habían casado, si tenían hijos, si vivían aún en la misma ciudad. La búsqueda fue tortuosa, entre otras razones porque lo único que conservo son sus nombres y porque a cada paso me vi amenazado por un temor metafísico a despertar un gusanillo que creía borrado de la memoria afectiva. Excepto por la evocación de un ayer borroso con ribetes de páginas turbias en una obra carente de interés, la búsqueda no generó, por suerte, ningún botín.

El último intento fue con conocidos recientes. En tanto hallaba uno que me interesara pasaba revista a sus contactos para confirmar el acierto. La mayoría tenía una lista numerosa de personas agrupadas bajo el título de “amigos”, elemento que me hacía dudar sobre lo oportuno de enviar petición de amistad a una persona que parecía tener el cupo completo. Quizá no me recuerda, pensaba yo, se ven muy satisfechos como para aceptar más contactos, ¿y si me rechaza?, si le intereso que me envíe solicitud él, y justificaciones de ese tipo.

Tranquilo por la certeza de que estaban en la nómina de Facebook aplacé la solicitud de amistad para otro momento. Al final terminé tan solo como al principio, seguro de que hay distancias que el mejor de los inventos no logra acortar. Una de ellas es la soledad. Como sugirió Kierkegaard en el diario de un seductor, estamos solos ante Dios en nuestra lucha por la existencia. Ese sentimiento podría corroborarse si alguien, muchos años después de estar activo en Facebook, escribiera su diario de entradas. La conclusión sería la misma. Estamos solos ante el universo.

El virus de la popularidad es efímero y te deja peor de lo que estabas al comienzo. De todas maneras, si te pica, déjalo que actúe, pero ten paciencia: tarde que temprano sanará. Una noticia desconcertante me llegó antes de reponerme. Muchos adolescentes están abandonando Facebook para emigrar a otras páginas sociales. La razón: los adultos han invadido su espacio y necesitan estar solos.

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