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Cinco jóvenes de edades similares, los rebeldes del pequeño barrio de una ciudad de provincia, inseparables como hermanos siameses, para todo lo que a sus mentes malévolas les llegaba. En realidad, no eran delincuentes, sólo picaros estudiantes de clase media con todo el tiempo libre durante las vacaciones escolares.

El grupo no tenía un líder definido, todo se realizaba según la inspiración del momento de alguno del quinteto y siempre tenía que ver con alguna picardía que muchas veces rayaba con el delito. Para unas vacaciones de fin de año llegó un circo a la pequeña ciudad y los Hermanos Centella, como decidieron llamarse, fueron a merodear por el lugar mientras levantaban las carpas y se acomodaban los integrantes de la familia circense.

No encontraron en que fijar su atención hasta que sus miradas se detuvieron en unas jaulas y allí vieron dos leones, un tigre de Bengala y otros animales; pero su atención quedó fija en los grandes felinos, entonces decidieron hablar con el jefe del espectáculo:

  • ¿Señor, nos dice quien es el dueño de este circo?
  • Soy yo, jóvenes, ¿en qué puedo servirles?
  • Es una curiosidad – respondió Hernando, el más pícaro del combo- ¿Con qué alimenta los gaticos? -Refiriéndose, claro está, a los felinos y a sabiendas que son carnívoros.
  • Pues con carne, muchachos, como todos lo saben
  • ¿De cualquier carne? Preguntaron en coro.

El hombre los miró detenidamente como sospechando algo y les respondió:

  • Cualquier carne, si jóvenes, mientras no esté en estado de descomposición.
  • ¿Por ejemplo, perros y gatos?

El hombre los miró con asombro y les preguntó:

  • ¿Por qué esta pregunta? Claro que pueden comer hasta ratas y otros pequeños mamíferos. Y como sospechando algo, agregó:
  • ¿Es que ustedes pueden venderme animales para dar de comer a mis leones y tigre?
  • Por supuesto, respondieron.
  • Que no sea nada ilegal, agregó el dueño; no quiero líos con la justicia…
  • No se preocupe por eso, hay muchos animalitos sufriendo sin dueño y vagando por el campo. Lo importante es que nos pague.
  • Eso se sobreentiende. Y les agradezco porque me quitan un peso de encima.

Desde esa noche comenzaron a desaparecer los perros y gatos callejeros. Cuando ya no quedaban más en el pueblo, en los campos vecinos los caninos amistosos que se acercaban a los Centella, terminaban primero entre un costal y luego en la panza de un depredador. Como en la canción de Juan Charrasqueado “en esos campos no quedaba ni una flor”, con la diferencia que en esa se refiere a mujeres y aquí a animales domésticos-

Edgar Tarazona Angel

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