Las gotas de rocío inundaban la fresca mañana. El sol recién nacido, comenzaba tímidamente a entibiar la tierra. Ésta exhalaba suspiros intermitentes en forma de vapor que ascendían, tímidas y solemnes, hacia las inmensidades, confundiéndose con el cielo que descorría poco a poco el velo de la noche, que huía de la luz.
La explosión de vida pugnaba por escabullirse por las tablas mal unidas de la habitación. Dentro de ella, la oscuridad se negaba a ceder terreno a la titánica fuerza de los elementos. Los primeros embates fueron sentidos por aquellos ojos cerrados. El cuerpo también se resistía.
El amanecer terminó por vencer a la oscuridad y al durmiente.
Se levantó con cuidado. La luz lo cegaba, y por esto tropezaba con las cosas regadas en el piso descubierto. Un lavatorio de agua escarchada fue mudo testigo del diario baño. Consumir el minúsculo desayuno fue cosa de segundos.
Ahora debería realizar su labor.
Frotóse las manos por el cuerpo que, tullido e irresponsable, se negaba al matutino ejercicio. Rebuscó en los rincones, y entre los pertrechos de guerra ciudadana, la pala. Salió.
Trabajo le costó abrir totalmente los ojos y recibir el golpe de luz que le esperaba. Con inseguridad avanzó unos metros. Despacio miró en derredor como buscando algo. Un escupitajo en las palmas y comenzó a cavar.
Después de las primeras paladas, el cuerpo reaccionó y el trabajo se le hizo más fácil.
Algo recordaba de la noche anterior.
Las limosnas y los favores del día le habían reportado unos buenos pesos, recordó. Incluso había pensado en lo feliz que estaría la vieja con el dinero. No, no bebería más, había pensado. Ya estaba bueno de leseras, se dijo.
El esfuerzo terminó por abrir su cuerpo a la insistente carga de la naturaleza. Había ahora tanta vida en él, como afuera.
A pesar de que el terreno era pedregoso, atacaba el suelo cada vez con más vigor.
Trataría de no beber más. La bebida ya le había causado demasiados problemas. En su piel estaban las huellas de las riñas producidas por cuestiones mínimas, que el alcohol magnificaba. Cuchilladas, magulladuras; su cuerpo era un bestial mapa.
Sí, algo recordaba de la noche anterior.
Las enérgicas paladas hacían correr el sudor por su frente. Se detuvo un momento, enderezó la columna, miró al sol como pidiéndole piedad, suspiró y siguió cavando.
Los amigos lo convencieron de pasar a beber unos tragos. En el fondo, sabía que los necesitaba. La hora había pasado volando en el bar. Hacía rato que había oscurecido y con los sentidos atontados, y hasta el alma borracha, se fue a su casa. A tientas registró sus bolsillos. Había bebido mucho. Un par de ínfimas monedas que brillaban en sus manos, se lo mostraban. Por lo menos no hay hambre, se dijo, y rió colérico.
La pala seguía atacando una y otra vez.
Las dimensiones del agujero habían crecido mucho, pero inexorablemente seguía cavando. Con la manga de la raída camisa quitó el sudor de sus ojos y continuó.
Llegar a la casa no le fue muy difícil. Muchas veces había recorrido aquellas enlodadas calles, en aún peores condiciones.
La vieja lo recibió con los mismos insultos de siempre. Igual que un rezo preconcebido, caían éstos uno a uno en su caliente cabeza. Manotones, forcejeos, un cuchillo y la locura.
Tiró la pala lejos. La tarea estaba terminada. Salió del agujero y observó. Debería apresurarse más si no quería que hubieran ojos impertinentes fisgoneando. Sólo le restaba arrastrar el cuerpo hasta el lugar y enterrarlo.
Sí, recordaba todo lo de la noche anterior.
¡ Pobre vieja !, dijo.