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Los oráculos predecían tiempos aciagos por venir, a la par de profecías que auguraban la llegada venturosa de los dioses de allende los mares. Ninguna, sin embargo, vaticinaba el destino de leyenda que tendría una mujer nativa.  Puestos sus pies en tierra azteca, Hernán Cortés hizo de las suyas, como todos, aunque de su misma laya y procedencia no hubo otro, como él, que barrenara las naves dejándolas encalladas, para que nadie se tentara con volver al mar arrepentido.

Aliada de su estrategia invasora y a su entera merced tuvo esclava, devenida en cortesana, a mujer de mucho temple que ofició de delatora, según la condenan las memorias. De los templos de sol Malinche se dejó conducir, culposa y dócil, a la morada en tierra del navegante conquistador. Hasta pudo recostarse enamorada sobre su pecho de ojalata y en noches más de una relatar los mil secretos y misterios de su pueblo. Traductora y confidente traspasó al barbado la lengua Náhuati, para el buen uso del barbado y su propósito de dominio.  Del rey sus acólitos, sabiéndola a Malinche su preferida, decían insidiosos cada vez que aquél reposaba dormido.

-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?

-Nadie lo sabe, contestaba ella.

-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿Qué sería de ti?

-No lo sé, confesaba sincera.

-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.

Malinche sonreía. No creía, de su llama, en que fuera tan efímera segura de saber que vuelto a dormir su rey, otra vez la soñaría. Pero un día sucedió que, despierto el soberano, no la recordó soñada y Malinche sucumbió a la pena. Supo, para consuelo doloroso, que por delatora sería, de su pueblo en extinción, una eterna pesadilla.

Rene Bacco

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