En mi pueblo de la infancia, ese que les nombro cuando recuerdo anécdotas de mi infancia, vivían muchos personajes que les he mostrado a través de mis escritos y no se los enumero para no alargar el asunto. Dos de estos ejemplares pueblerinos son estas dos respetables señoras que, para su mala suerte sus padres escogieron unos nombrecitos que causan risa y se prestan para inventar chistes.
La primera se llamaba Rebeca Gaona, pero como acostumbramos a usar los hipocorísticos de los nombres todos le decíamos Queca, con mucho respeto, pero a sus espaladas todos reían por aquello de Queca Gaona, y ella lo sabía y no hacía caso, para no molestarse la vida. La otra recibió en la pila bautismal el nombre de Secundina, nombre horrible para una criatura de Dios, pero le tocó llevarlo de por vida, y hasta pensamos que fue una de las razones por las que se volvió loca (recuerden el cuento de Secundina, mirá tu cara, y la viejita se levantaba las naguas y como no usaba calzones nos daba mucha risa y cada que la veíamos le repetíamos lo mismo para que se levantara la falda).
Ella no era del pueblo, pero llegó con su esposo, compraron casita y se establecieron como pareja sola sin hijos, el señor falleció de repente, como se decía en esos tiempos, unos doce años después y ahí empezó a fallarle el coco a la señora. Sabíamos de su nombre, pero no el apellido. Lo conocimos al leer los avisos de muerte de su marido, ella se apellidaba Garay, nombre completo Secundina Garay.
Como en mi pueblo nunca han faltado los chistosos de tiempo completo, pues manos a la obra a buscar algo que empatara con el apellido y, eureka, Helbert, el más maldito de todos exclamó: Ciriaca Garay, y así quedó hasta el día de su muerte que mucho lamento doña Queca que le tenía mucho pesar por la molestadera de los muchachos y la aconsejaba para que no nos hiciera caso, nada, la señora terminó persiguiéndonos a las pedradas con las naguas levantadas y maldiciendo. Pobrecita.