Luna llena, maravilla que sólo disfrutamos cada veintiocho días. Sólo cada tantos días para que podamos apreciarla en todo su esplendor, embrujo que no cesa cada vez porque nunca puede ser igual una a otra.
Hoy ha sido uno de esos días, una mañana radiante, donde la naturaleza parece estar de festejo, los pájaros revoloteando entre las ramas de los húmedos pinos, la pletórica playa bañada de sol acariciada por el verde esmeralda del mar.
Y a la tarde el espectáculo renovado cada día del sol despidiendo su presencia, yendo a recostarse en el horizonte quieto del mar que parece recibirle en un abrazo de viejos amantes.
Al mismo momento y por el lado opuesto, como si hubiere estado esperando su ausencia para irrumpir en escena, se pinta en el horizonte sobre el mismo mar teñido de azul misterio, una luna roja redonda explota en un rápido ascenso que acompaña con su elegante cambio de ropaje hasta tornarse en la luminosa esfera que vuelve a pintar el mar del plateado deslumbrante que sólo ella puede lograr.
Ese momento mágico, único y repetido, que nos asombra cada vez y nos hace desear vivir, aunque sólo fuere para verle una vez más.