No llores, abogada. ¿Sientes acaso el estigma general de quienes nos miran agolpados en el estrado? Si es por pesar o impotencia, no sé. En todo caso ese duelo interior me pertenece, no pretendas apropiártelo, yo lo recibo con lasitud al margen de tus vehementes alegatos en mi favor, que pondero, y del hecho más inesperado todavía de la fianza denegada.
Sólo a mí me concierne, sólo a mí me obliga y me confina. Si hay un error en esta causa, a nadie le importa: la inocencia y la culpa adquieren la misma sombra bajo la mazmorra. Pero a ti de algún modo te lastima, te deshace como suave mermelada, tan dulce! A cuenta de ninguna gratitud, ni aún de mi parte enajenado como estoy por este perverso clima de odio subyacente que semeja un laudo anticipado y casi premonitorio.
Mis ojos laten secos, yo no siento nada, excepto las ganas de sumirme en un sueño de marmota en el untuoso catre de la celda, esperando que mañana, en defecto de las tristes latomías, me desnuden y desgarren por fin en una némesis distinta. Tal vez entonces descifre el tierno canto que tus lágrimas me susurran.