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Al principio, cuando me desperté todo parecía igual. Como todos los días, me levanté de la cama y me dirigí al lavabo. Una vez allí, abrí el grifo del agua fría, puse mis manos de manera que formaran una cavidad y dejé que se llenaran de agua hasta rebosar. Siempre hacía lo mismo: me restregaba la cara con agua una vez, volvía a coger agua y por segunda vez me refrescaba la cara. Sin embargo, ese día, por algún motivo que todavía desconozco, entre la primera y la segunda vez que me iba a mojar la cara me miré al espejo. Entonces supe que el reflejo que de mí mismo veía no era igual que siempre. Mis ojos eran los mismos. La expresión también. Nada parecía extraño; sin embargo algo había desconocido y no alcanzaba a descubrir qué era. A pesar de todo, lo percibía con toda claridad.


Llevaba un rato mirándome al espejo, pero no era consciente del tiempo. De pronto se me ocurrió que mi vida se me iba, se me escapaba. Quizá fue por el agua que del mismo modo iba cayendo desde mis manos sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me veo raro? Estaba confundido. El sueño y el cansancio acumulados en el cuerpo no me dejaban pensar con claridad.


Haciendo un movimiento casi instintivo me aparté del espejo. Me  volví hacia mi habitación y cuando miré la cama recordé porqué ya nunca volvería a verme como hasta ahora siempre me había conocido. Me dieron ganas de mirar de nuevo hacia el espejo y contemplar para ver si era sólo mi imaginación pero, al mismo tiempo, me dio miedo descubrir la realidad. Enseguida comprendí que el espejo no era sólo un reflejo de mi imagen. Lo era también de mi vida. Y a mi vida le faltaba algo: mi mujer.

 

 

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