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Al principio, cuando me desperté todo parecía igual. Como todos los días, me levanté de la cama y me dirigí al lavabo. Una vez allí, abrí el grifo del agua fría, puse mis manos de manera que formaran una cavidad y dejé que se llenaran de agua hasta rebosar. Siempre hacía lo mismo: me restregaba la cara con agua una vez, volvía a coger agua y por segunda vez me refrescaba la cara. Sin embargo, ese día, por algún motivo que todavía desconozco, entre la primera y la segunda vez que me iba a mojar la cara me miré al espejo. Entonces supe que el reflejo que de mí mismo veía no era igual que siempre. Mis ojos eran los mismos. La expresión también. Nada parecía extraño; sin embargo algo había desconocido y no alcanzaba a descubrir qué era. A pesar de todo, lo percibía con toda claridad.


Llevaba un rato mirándome al espejo, pero no era consciente del tiempo. De pronto se me ocurrió que mi vida se me iba, se me escapaba. Quizá fue por el agua que del mismo modo iba cayendo desde mis manos sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. ¿Qué me está pasando? ¿Por qué me veo raro? Estaba confundido. El sueño y el cansancio acumulados en el cuerpo no me dejaban pensar con claridad.


Haciendo un movimiento casi instintivo me aparté del espejo. Me  volví hacia mi habitación y cuando miré la cama recordé porqué ya nunca volvería a verme como hasta ahora siempre me había conocido. Me dieron ganas de mirar de nuevo hacia el espejo y contemplar para ver si era sólo mi imaginación pero, al mismo tiempo, me dio miedo descubrir la realidad. Enseguida comprendí que el espejo no era sólo un reflejo de mi imagen. Lo era también de mi vida. Y a mi vida le faltaba algo: mi mujer.

 



            Pero me niego a pensar que se haya ido para siempre. No puede ser. Siempre he creído en Dios y estoy seguro de que está con Él, riéndose de mi tristeza. Debería alegrarme por ella, pero no lo consigo. Y me niego a quedarme sólo con su recuerdo. No. Ella está conmigo de algún modo, no sé cómo, pero está. Tiene que ser así. ¿Acaso la muerte puede vencer al amor? No lo creo. Si fuera así, amar no tendría sentido. Al menos para mí. No, yo creo que la muerte no nos puede separar. Quizá físicamente sí. Pero no puede separar mi espíritu del de María. Sencillamente porque si fuera así, yo ya habría muerto. Sería quitarme más de la mitad de mi vida, pues para mí María era mi vida entera. Y yo sigo vivo, aunque querría no estarlo para poder volver junto a ella.


            Continuamente pienso que no viviré mucho más sin ella a mi lado, y cuanto más pienso así, más me convenzo de que no tengo razón. Y no la tengo porque la veo en todas partes, porque hablo con ella en cualquier sitio. Alguno pensará que estoy loco, y no se equivoca: estoy loco de amor. Ella está conmigo. Puedo oírla con los oídos del alma. A veces noto su respiración, me da la sensación de que está detrás de mí, que me sonríe.


            Lo más sorprendente es que ya no vivo en mí. Vivo en ella. Todo lo que me ocurre lo vivo pensando en cómo lo viviría ella, y me gusta que sea así. Porque sigo amándola como cuando la conocí. No amo su recuerdo. La amo a ella, con sus virtudes y sus defectos. O mejor dicho, en sus virtudes y en sus defectos. Estoy seguro de que lo que me pasa a mí, le pasa a ella.


            Ahora que ya no puedo besarla, que no puedo mirarla a los ojos, es cuando me doy cuenta de que su muerte, al contrario de lo que yo creía, me ha hecho madurar de golpe. Ahora la quiero mucho más que antes. Quizá porque ya no está, y por desgracia el ser humano aprende a apreciar las cosas cuando ya no las tiene. Pero ahora me siento más unido a ella, y es curioso, porque a ojos de todo el mundo es cuando más lejos se encuentra de mí.


            Si ella estuviera en mi lugar, no se rendiría. Ella sería fuerte y seguiría adelante. Viviría por mí. No puedo defraudarla. Tengo que hacer lo que ella espera de mí. Siempre le seré fiel, y pienso seguir viviendo por ella. Sé que yo solo no puedo, pero no me preocupa, porque ella está conmigo. Para qué quiero más.

 



            Volví a mirar al espejo. Me dí cuenta de que seguía siendo “los dos”. Aunque sólo yo me asomaba en el espejo, me veía junto a ella. Me veía en ella y ella se reflejaba en mí.  Entonces descubrí qué era lo que hacía verme raro: María.


Jaime Sánchez.


Madrid, 1997

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