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Estaba anocheciendo, y las alargadas sombras de los robles que nos rodeaban caían sobre nosotros como si quieran engullirnos. El sendero por el que caminábamos estaba cubierto de hojas secas que crujían a medida que íbamos avanzando. Él caminaba delante, con las manos cruzadas a su espalda. Andaba con seguridad. Parecía saber exactamente hacia donde nos dirigíamos. Le deje que eligiera el lugar. Que menos podía hacer yo.

Parecía imposible que ese hombre estuviera llorando desconsoladamente tan solo dos horas antes. Lo habíamos capturado cuando intentaba escapar del campo de concentración por debajo de una torre de seguridad, y lo habría conseguido de no ser porque al teniente se le ocurrió salir a dar un paseo para despejarse de la partida de póker que estaba jugando con el alto mando. El reo tuvo suerte de que el teniente se encontrara ebrio y pudo deshacerse fácilmente de él, pero con el escándalo que organizó con la pelea no tardaron en detenerle.

Después llegaron los interrogatorios, las palizas y la condena de un teniente con el ego destrozado por la humillación sufrida ante sus superiores. Esta no se hizo esperar y poco después me encontraba ante del recluso al que tenía que liquidar. Todo había ido bien hasta que vi sus ojos, negros, desafiantes. Estaba mirando esos ojos en el pequeño cuarto ruinoso en el que lo habían recluido y él me devolvía la mirada duramente. También él me había reconocido. Mientras observaba aquellos pozos sin fondo mi mente voló años, décadas atrás, mucho antes de que todo empezara, y volví a ver esos ojos al otro lado del arroyo mientras jugábamos con los barquitos de madera que nosotros mismos habíamos fabricado. Siempre me ganaba todas las carreras.

Ahora aquel hombre que fue mi mejor amigo me odiaba a muerte. Daba pena verlo, tenía la ropa ajada, la barba larga y descuidada, y cojeaba de la pierna izquierda, debido seguramente a uno de los muchos golpes que había recibido durante el interrogatorio. Lo único que mantenía su antiguo aspecto era su mirada. Esa mirada que me atravesaba el corazón y que hoy todavía me obsesiona por las noches. El sendero se empinaba y creí que se iba tirar al suelo y abandonarse a su suerte.

Pero no lo hizo, en ningún momento de aquel macabro viaje se dio por vencido, coronó  la pendiente y tomó un atajo a la derecha, entre unos arbustos. Le seguí. Los dos conocíamos muy bien el bosque. Yo menos porque hacía mucho tiempo ya de mi última incursión en busca de fugitivos, de la que él era precisamente una de las presas. En cambio el bosque había sido para mi prisionero un hogar durante los diez últimos años. Era uno de los altos cargos de los rebeldes y en el cuartel había corrido el champán cuando lo capturamos.

Ahora sus patéticos esfuerzos por llegar a un lugar que solo él sabía cual era me llenaban de asombro. No podía hacer nada contra mí y sin embargo seguía mirándome con una soberbia que solo se ve en aquellos que están seguros de su próxima victoria. Era imposible que aquel tullido pudiera causarme daño alguno.

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