Colombia es un país donde se acostumbra celebrar todo, pero hay unas fechas más destacadas que las demás: [[Día de la madre]], [[Día del padre]], [[Día del maestro]], amén de las fiestas patrias, cívicas y religiosas. No quiero extenderme con los reinados de todo calibre, las ferias y fiestas de los pueblos, los carnavales y demás disculpas para bailar, echar al aire voladores, organizar bazares y corridas de toros y, sin que nunca falte, el consumo de licor.
A veces me voy por las ramas pero ya retomo el tema de hoy: El día del maestro. Estoy convencido de que en muchos países se hace también esta celebración pero desconozco si se realiza en la misma fecha, [[15 de mayo]] para los colombianos. Como viví, padecí, participé y disfruté de esta celebración a lo largo de mi vida como estudiante y como profesor, puedo contar como testigo de excepción como fue en un pasado más o menos lejano y la manera en que se ha ido transformando el sentido de este día en que, se supone, se rinde un homenaje a esos seres que nos iniciaron en las letras, nos introdujeron en las ciencias y a lo largo de todos los años en que asistimos a un centro educativo compartieron con sus estudiantes lo que sabían.
No es esta crónica un juicio de la profesión docente, ni más faltaba, es una narración de cómo yo recuerdo los hechos. En un primer momento me devuelvo a mi infancia ya lejana y a ese pequeño pueblo que mis lectores identifican en algunos de mis escritos y en esa época en que aun existían los castigos físicos. Al iniciar los estudios primarios lo primero que a uno le inculcaban era que la escuela era el segundo hogar y, por derecha, los maestros las segundas madres y padres de los niños. Por esa época existían la obediencia y el respeto y desobedecer a los profesores era una falta gravísima que podía representar la expulsión del establecimiento en las circunstancias más graves pero, con inusitada frecuencia, el castigo físico del maestro y más tarde de los padres de uno. Pero uno amaba su escuela y a sus maestros y el 15 de mayo se realizaba una sesión solemne (reunión con la presencia del alcalde, el cura, un inspector escolar, todos los profesores del pueblo, los padres de familia y los alumnos. Por la época se utilizaba este vocablo (alumno= a: sin, lumen: luz. Del griego, ¿recuerdan?), que ha ido perdiendo vigencia con los años.
Los niños (estoy hablando de primaria porque en mi pueblo no había instituciones de secundaria) presentaban bailes, dramatizaciones, cantos, declamaciones y discursos lacrimógenos que hacían llorar a las profesoras y moquear a los profesores. Siempre toda la parafernalia era elaborada por las mamás y los ensayos por tías o profesoras sin trabajo. Todos los niños, sin excepción, le daban un regalito al profesor o profesora de su curso. Los niños del campo regalaban huevos, gallinas, conejos, hermosas matas con flores u otros productos del campo. Los niños del pueblo compraban porcelanas (horribles), coloretes, perfumes, pañuelos, encendedores, cigarrillos extranjeros, etc. Según su condición económica. El municipio les ofrecía un agasajo en el Palacio municipal (un nombre demasiado pomposo para la casona donde funcionaban las oficinas), daba un regalo a cada maestro y les otorgaba un día libre que era la felicidad de nosotros los alumnos.
En secundaria la fiesta cambiaba, yo ya me había cambiado de pueblo y estudiaba interno, lo cual no restaba importancia al día del maestro ni eximía a nadie del regalo obligatorio, sólo que en esta caso uno trataba de dar libros, licor fino, un paraguas o un estilógrafo. La reunión también era diferente porque ya no asistían los padres de los estudiantes y el agasajo de la alcaldía se hacía en un Club cercano con orquesta y trago de por medio. Los grandecitos nos escapábamos para ir a chismosear por las ventanas y después contar a los demás de las pendejadas que cometían los profes con tragos entre pecho y espalda. Si uno estaba de buenas veía hasta romances y cagadas del rector, del alcalde y de las personalidades del municipio y claro, el gran placer era contar después, con pelos y señales, minuto a minuto los aconteceres de la celebración. Olvidaba comentar que yo estudiaba para maestro de escuela y por adelantado me iba preparando para cuando pasara de ser alumno a profesor, es decir cuando se invirtieran los papeles.
Y me gradué muy joven y dos meses después empecé mi labor como maestro en una escuela primaria del gobierno, en la localidad de Fontibón de Bogotá D.E. (en esa época era Distrito Especial. Ahora es D.C. Distrito Capital) y llegó la primera celebración del Día del Maestro, mi primer 15 de mayo como docente. Mi curso era tercero de primaria y algunas veces las mamás despistadas que golpeaban a la puerta cuando yo les abría me preguntaban por el profesor, tal vez pensando que yo era un chico de quinto de primaria que estaba cuidando los niños en ausencia del maestro titular. Por mi juventud ese primer agasajo fue memorable. Todos los niños me dieron regalitos con mucho cariño según sus posibilidades y es que la mayoría eran pobres pero lo chistoso fue lo otro, la celebración con todos los profes de Fontibón; todos me miraban como si yo estuviera colado y el director explicaba a diestra y siniestra que yo era otro maestro.
Los años que pasé en la educación primaria me llenan de nostalgia y de hermosos recuerdos; no sé si es que yo los quería demasiado o ellos a mí o era recíproco. Dejé de ir a los agasajos generales porque me sentía incómodo pero, jamás rechacé la tortica con gaseosa de mis chicos; durante años guarde algunos regalos: las eternas porcelanas, unas horrendas artesanías que conservaba por su valor sentimental, bandejas recordatorios y hasta trofeos, como si yo fuera el campeón de algo.
Años después me trasladaron a un colegio de educación secundaria y nada fue igual. A pesar de que me entendía con los estudiantes y mi clase era la favorita de todos los cursos (pueden comprobarlo en Facebook con lo que escriben en mi muro mis ex alumnos) algo se había roto y ya no se podía arreglar. Desaparecieron los Reglamentos Escolares y aparecieron los Manuales de Convivencia y con los primeros desaparecieron el respeto y muchas cosas que hacían agradable la profesión docente. Ahora los estudiantes de los últimos grados organizaban reuniones bailables para festejar a sus maestros y en algunas el trago cumplió con su cometido y se presentaron riñas y desavenencias. También desaparecieron los regalitos individuales y de pronto le entregaban a uno un diploma firmado por todos los estudiantes del curso que uno tuviera a su cargo.
Siguió vigente el día libre que otorgaba el gobierno y, de pronto, la asociación de padres de familia organizaba un almuerzo al cual asistíamos los maestros con desgana. Por lo general las profesoras llegaban al restaurante con un afán que ponía a pensar que alguien de su familia estaba en cuidados intensivos o algo así, comían con prisa y casi que salían sin despedirse. Después de comer llegaba un Mariachi, contratado para la ocasión, despachaban ocho o diez canciones y los pocos profesores sinvergüenzas, entre los cuales me encontraba yo, nos quedábamos a terminar con el champaña y el whisky que los directivos tenían destinado a los treinta o más docentes. Recogíamos el licor y salíamos para la casa de uno de los de la asociación donde se armaba tremendo baile hasta amanecer y el siguiente día laboral uno ya sabía que la rectora y las coordinadoras estaban informadas de los acontecimientos ocurridos después de su retiro del restaurante.
Cuando me retiré definitivamente, hace unos años, este Día del maestro ya no lo sentía con el corazón ni compartía con mis niños y mis muchachos como antaño. La celebración era una reunión de compromiso con un poco de gente que bostezaba aburrida demostrando con su actitud las ganas de salir de eso lo más pronto posible. Sé que los ex alumnos que me lean me darán la razón y los compañeros maestros se disgustarán pero que le voy a hacer, son mis recuerdos.
Edgar Tarazona Angel
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