Te estoy acariciando con la mirada, aún cuando no te he visto todavía. Estás a 10 minutos, no quiero correr. Tengo miedo de no poder respirar más cuando te vea y morir antes de decirte las palabras que he estado guardando para pronunciar solamente una vez sobre tus labios. He llegado y ahí estás, con la cabeza entre las manos, como buscando respuestas invisibles que alguien olvidó sobre la mesa del café.
Y por primera vez nos estamos mirando. Nos estamos mirando con los ojos, con la piel, con el alma. Yo, desde la puerta, envuelta en mi bufanda; vos desde la mesa, envuelto en el humo de tu cigarrillo. Como por encanto, las 8 de la mañana se transforman en medianoche y el café queda vacío. Un viento con olor a lluvia nos envuelve, nos rodea, nos empuja, y te dejo sumergirte en la oscuridad de mis ojos, porque sé que ya me pertenece el cielo de los tuyos. Nos estamos acercando inexorablemente. Los brazos se paralizan y el corazón se detiene. Tus labios se están adueñando de mi primera lágrima y tus manos de mi bufanda. La noche se hace eterna; la piel también. La punta de tus dedos me pregunta desesperadamente el por qué de tanta ausencia y mis hombros descubren el calor de la leña que arde cerca. Tus mudos suspiros van quedando sobre mi cuello, mientras el viento vuelve y nos eleva hacia un cielo profundo. Siento la fuerza del choque, que esperaba escondido en la oscuridad, y te entrego todas mis lágrimas una vez más, envueltas en seda ardiente. Sobre la mesa del cafe nos acariciamos con los ojos, con las manos, con la piel, y por primera vez, después de toda una eternidad nos decimos "hola".