Y se juntaron sus manos en suave caricia y la magia explotó alrededor, transformando la ciudad mojada en improvisado paraíso. Los labios se extendieron en mansas sonrisas y los ojos se contaron mil historias hasta que la luz del semáforo cambió su color nuevamente.... Nada parecía inusual dentro de la esfera plateada del atardecer. Miles de luces caían sobre la calle y se desparramaban en un chisporroteo brillante. La lluvia los acunaba, cómplice insobornable de tantas nostalgias.
En la penumbra se tocaron y se conocieron sin prisa, pero con urgencia. La piel se estremeció al contacto. Muchas veces habían jugado con la idea de un encuentro. Habían sido tan felices con tan poco... Sabían que no debían cruzar la frontera de los sueños, sabían que les había sido negado ese derecho. Por eso, cuando el fuego empezó, no hicieron más que abrazarse con más fuerza, uno en el otro, escondiendo el miedo en besos eternos y en tácitos acuerdos de futuras vidas.
El viento se llevó las últimas cenizas, la lluvia no volvió ese día. La ciudad de plata los vio partir y se adormeció en un remanso de luces agonizantes sobre la calle que empezaba a secarse.