Don Buena surge a partir de un epígrafe, un fragmento de El viaje inesperado de Franz Kafka. El hombre es viejo y vive en una casa fundacional, en las afueras de la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires, Argentina.
Don Buenaventura (Don Buena) de edad indefinida, ha llegado al final de su vida, sólo que no sabe que los golpes en la aldaba, le anuncian su final.
Cuando por la noche uno parece haberse decidido determinantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar a aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir…, [i]
… sucede algo impredecible que cambia la programación de una vida.
Y efectivamente, Anselmo Buenaventura está listo para comenzar su partida de ajedrez a distancia, cuando un golpeteo con la aldaba lo hace levantarse de la mesa en donde tiene su radiotransmisor para ver quién llama.
Está en la última habitación y con paso cansado llega hasta la puerta de entrada de la sala y abriendo apenas el postigo, corre lo necesario la cortina para poder mirar hacia fuera. No hay nadie, sin embargo había oído perfectamente el golpe. Seguramente habrá sido por la puerta del costado; va a su habitación, se coloca un abrigo sobre los hombros, sale a la galería, cruza el patio y por el pasillo llega a la puerta lateral. Puerta que no tiene ni postigos ni vidrios, así que pregunta a viva voz:
_ ¿Quién es…?_ el silencio, es la respuesta que obtiene el viejo.
Mascullando regresa a su habitación, se quita el viejo sobretodo, cierra la puerta con el pasador y vuelve al cuarto donde lo espera su partida nocturna de ajedrez.
La casa es estilo chorizo. Una puerta principal que da a la sala y una lateral por la que se entra, a través de un pasillo, a un patio central que tiene, hacia la izquierda, la pared medianera del vecino, y a la derecha, una galería por donde se accede a la sala, las tres habitaciones corridas, la cocina y en los fondos al baño. Esta casa es casi tan vieja como su dueño. Podría decirse que es de fines del siglo XIX, aunque Anselmo Buenaventura, don Buena, como lo llaman sus vecinos, no tiene tanta edad; quizá podría tener unos noventa y cinco o noventa y ocho años. Dicen que cuando llegó a La Plata siendo muy niño aún, concurría a la casa de un viejo maestro en los arrabales, quien enseñaba a leer y a escribir a un grupo de niños y por este motivo, conoció infinidad de personajes de la historia platense.
Sentarse a conversar con don Buena es un lujo que muchos se dan, sobre todo en las tardes primaverales cuando le gusta, bajo la sombra de los árboles, en su patio de tierra, compartir el mate con sus amigos a quienes les cuenta sobre su maestro, quien después del desayuno con pan casero les enseñaba las letras y cuando recibía a sus conocidos. Anselmo les cebaba el mate y mientras se cerraba la ronda, escuchaba lo que hablaban. Mucho no entendía, pero se daba cuenta de que eran leídos y algunos hasta «doctores».
_Peón - 4 - alfil, dama_ Su contrincante le pasa la jugada a través del transmisor y don Buena, mirando el tablero, responde, micrófono en mano:
_Caballo - 2 - Dama,
Con su radio tan vetusta como todo lo que lo rodea, Anselmo Buenaventura juega con un amigo al que no conoce personalmente. Hace veinte años que se encuentran religiosamente todas las noches y son infaltables. Es un compromiso que contrajeron y no se imaginan no cumplirlo.
No es una partida difícil. Ya es una costumbre este encuentro y no se preocupan por analizar demasiado las jugadas. Las hacen casi automáticamente y en muchas de ellas, el Jaque Mate Pastor, tan infantil y de principiantes, aparece como si fuera todo una novedad.
_¡Ja…, ja…,ja…! ¡me ganaste otra vez, Pedro!, ¡me ganaste otra vez…! ¿Jugamos otra?
Sin esperar respuesta, Anselmo acomoda nuevamente las piezas en el tablero y comienza la nueva partida:
_Peón 4 rey _ le dice a su contrincante, quien replica con una jugada similar. El ping-pong de jugadas es muy llevadero y su amigo, a pesar de la distancia, es una importante compañía para el viejo, que hace tantos años vive solo.
_Creo que en dos jugadas más te gano, Pedro…_ le anticipa don Buena, con una sonrisa en su boca desdentada.
_Caballo por alfil, Anselmo…, ¡te distrajiste…!_
Y es cierto, Anselmo se distrajo pues volvió a oír el golpe de la aldaba. Le pidió a su amigo que lo esperara un momento y fue hasta la sala. Esta vez abrió la ventana para mirar hacia ambas puertas pero no vio a nadie ¿Sería algún bromista?
Dos veces más tuvo que suspender su juego hasta que finalmente, le pidió a Pedro que lo dejaran para el día siguiente. Se sentía nervioso y no podía concentrarse.
Sin esperar respuesta, Anselmo apagó la radio y anotó las últimas jugadas para llevar el cómputo con el que, al terminar el año, haría, junto al otro, el balance general para saber cuantas partidas ganó cada uno.
Va hacia la sala; se cerciora de que la ventana y la puerta estén bien cerradas, apaga la luz y se dirige al dormitorio. Se saca la bata, abre la cama, usa la bacinilla para no tener que salir pues ya hace mucho frío, y se acuesta con un libro para leer.
Sin poder concentrarse en la lectura, apenas termina una página, apaga la luz. Lo vence el sueño, sin embargo, no logra conciliarlo. Pasan los minutos, las horas y el insomnio es más fuerte. El silencio de la noche lo acompaña y lo acompañan el recuerdo de los golpes y los crujidos nocturnos; las quejas de la madera de la cómoda y del viejo ropero, cuyo espejo le devuelve un suave resplandor de la luna que entra por la claraboya.
Los ojos del viejo están abiertos y miran con temor, como si tuviese un presentimiento.
Enciende el velador, se levanta y va hacia la cocina para tomar un vaso de leche. Su mano temblorosa mientras lo lleva a sus labios, vuelca unas gotas que caen sobre sus pantuflas. Lo deja dentro de la pileta. Apaga la luz y regresa a su cuarto, cuando nuevamente se oyen tres golpes dados con la aldaba.
Se sobresalta. No es hora de visitas. Duda si atender o no, pero pensando en que algún vecino pudiera necesitar algo, entra en la sala, se acerca a la puerta y pregunta con voz temblorosa, pero enérgica:
_¿Quién llama…?_ Oye apenas un susurro pero no entiende qué es lo que le dicen.
_¿Cómo…?, ¿no entiendo…?_ grita nuevamente. Otra vez el murmullo, pero esta vez alejándose. Don Buena se preocupa; algo debe estar pasando. Vuelve a su dormitorio, se pone las medias, se calza unas zapatillas y sobre el pijama, el sobretodo, se pone una bufanda y una gorra y decidido vuelve para abrir.
Asomado en el umbral, mira a derecha e izquierda. La oscuridad de la noche lo envuelve con su silencio. Sale, cierra la puerta y camina hacia la esquina. Tirita, de frío o de miedo. Camina con las manos en los bolsillos; con la derecha juega con unas monedas que tintinean entre los dedos. Llega hasta la esquina y mira hacia uno y a otro lado. No ve a nadie y decide ir hasta la esquina de la calle 3.
Cuando está a pocos metros de su casa, ve una sombra junto a la puerta. No se anima a seguir. A pesar de su intención de ayudar a alguien necesitado, se detiene temeroso. Piensa unos segundos y regresa sobre sus pasos. El bar debe estar abierto todavía e irá a tomar un vino. La compañía de los parroquianos le ayudará a aliviar su temor.
Cruza calle 1, mirando hacia atrás para ver si aún está esa sombra.
El chirrido de los frenos espanta a don Buena quien queda paralizado de terror. Su cuerpo queda tendido sobre el pavimento. La sombra de una mujer observa desde la vereda.
Momentos más tarde, los paramédicos verifican que el viejo ha muerto, mientras junto a él, la mujer toma su mano y emprenden el viaje repentino.
[i] Franz Kafka - El paseo repentino