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Credo quia absurdum (Lo creo porque es absurdo). Célebres palabras atribuidas a Agustín, Aurelius Augustinus Hipponensis, que le habría dado el siguiente sentido: La fe hace creer como verdaderas muchas cosas que la razón no alcanza a comprender.  Es decir, que es propio de la fe el creer sin necesidad de comprender.

María Sara llega de la librería; estuvo con Fernando quien le recomendó leer La sequía; se prepara un café y comienza a leer; enseguida se le representa el paisaje en donde se desarrolla la historia: Villa de la Ventana;   es un lugar, agreste, con mucha arboleda, muy cercana a Sierra de la Ventana, en la provincia de Buenos Aires, y entonces ve al personaje: un hombre viejo, de edad indefinida. Se nota que en su juventud tuvo un físico extraordinario, pues, según cuenta el autor, aún se marcan los músculos nudosos en el cuello y los brazos que, junto con las anchas espaldas, dan  muestras de haber realizado trabajos de mucha fuerza; de hecho su apodo era «Toro», cosa que no le gustaba en absoluto.

Julio Sánchez monta un caballo blanco, de nombre «P’al Poroto». Un animal que en su juventud fue la envidia de los lugareños.  Ella lo ve pasar…

_Así es, María Sara, _ le digo_ en él me inspiré para escribir este cuento…,

María Sara se sobresalta y me mira asombrada, pues no sabe ni de dónde salí, ni quién soy. Yo sigo hablándole:

_...pero me inspiré solamente en su figura, porque era el prototipo del hombre de campo. En aquella época tendría unos sesenta años. Nunca supe a qué se dedicaba. Tenía una casa con dos habitaciones y una cocina; en una de ellas dormía con su mujer y el hijo menor, en el otro cuarto dormían sus hijos mayores: el varón grande y las tres mujeres.

Me acuerdo mucho de don Julio y su familia. Vivíamos muy cerca. Su mujer era baja y regordeta; creo que se llamaba Elena. Siempre estaba lavando ropa o cocinando. A su hijo mayor le llamaban Pocho y al menor, debido a su abdomen prominente, Panza; de las mujeres no me acuerdo sus nombres.

Tenían algunas vacas, aves de corral y un importante número de perros, un carro y una jardinera; además, don Julio era dueño del palomar más famoso de la zona.

_¡Eh…, don Julio!_ ,  lo veo pasar  y lo llamo antes de que se aleje demasiado; mira hacia atrás y es como si no me viera. Talonea al viejo matungo y continúa su recorrido.

_¡Ah…, María Sara, las veces que habré montado el «P’al Poroto»! Era altísimo…, y sumando lo voluminoso del recado, era como si estuviera sentado a más de dos metros, ¡qué caballo bárbaro!  Y supongo que yo le caí bien a don Julio, pues no se lo prestaba a nadie. En realidad, creo que fui un privilegiado.

_¿Te das cuenta? Es como si no te hubiera reconocido…, y claro… ¡ha pasado tanto tiempo…! ¿Cuántos años tenías?_ me dice, sin preocuparse más por saber cómo aparecí.

_A ver… dejame pensar…, sí, tendría yo unos doce o trece años, ¡han pasado cerca de cincuenta…!

_No es que no te haya reconocido_ dice sentenciosamente _don Julio no existe. Debe haber muerto hace años…

_Es cierto. Tenés razón. Ahora tendría más de cien años. Imposible que esté cabalgando y menos con esa pinta.

_Y entonces, ¿cómo lo podemos ver?

_Es que éste, es uno de los tantos misterios de la vida… ¿no te parece?

Me quedo pensativo por un momento, mientras María Sara me mira curiosa.

_¿Qué pensás hacer?_ me dice.

_Y, bueno, yo te diría que lo sigamos; de cualquier manera, el caballo no anda muy rápido y, además, no creo que vaya muy lejos_ le contesto entusiasmado.

El jinete está como a cien metros y corremos para alcanzarlo. Llegamos no sin esfuerzo; sobre todo yo, que no estoy en muy buen estado físico y, además, el calor es agobiante. La sequía es insoportable. Los árboles sin hojas no dan sombra y la tierra parece talco.

Nos quedamos mirando al hombre, que va hacia la orilla del casi seco Arroyo de Villa Ventana con mucha parsimonia.

 Pensamos en los pocos habitantes de la villa que esperan con ansiedad, desde hace meses, que caiga la lluvia sobre la tierra sedienta. La sequía transformó el lugar en un páramo: los árboles sin sus hojas, la tierra resquebrajada y los animales escuálidos por la falta de pastura, muestran un cuadro desolador.

Vemos cómo don Julio se apea y desanudando el pañuelo del cuello lo hunde en la poca agua que corre con un imperceptible y enfermizo ronroneo, y lo pasa por su cara, tan seca y agrietada como la tierra, esa tierra que otrora lo recibiera con el esplendor de un paraíso.

Se queda un rato en cuclillas y piensa, y mira ese cauce, en donde los animales sacian su sed. Mira hacia el cielo y luego estruja el pañuelo y lo anuda nuevamente en su cuello; espera que el caballo termine de tomar agua para montar y regresar a su rancho, cuando se da vuelta y nos mira y se asombra al vernos.

En silencio me mira con ojos interrogantes ¿Me habrá reconocido?

_¡Hola, don Julio!_ lo saludo efusivamente.

_¡Te conozco…, te conozco…!_ dice cavilando.

 

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