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La rutina, había trazado aquel camino, despoblándolo de hierba. Atila, lo transitaba desde hacia ya tanto tiempo, que se había convertido en un hábito insalubre. Aquel, era el trayecto hacia su particular reino de ultraje e infamia. Un lugar donde ser él mismo, un jardín del Edén, donde poder vivir sin sentir pudor.

 

Su teatralizada vida,  estaba cobrándose un alto precio. El desconsuelo por el rechazo hacia su naturaleza, invadía poco a poco, una nueva porción de su alma. Sin embargo, esto no siempre había sido así. 

De joven, creía tenerlo todo controlado, se creía con el deber de gobernar sobre sus instintos. Pero con los años, la parte irreflexiva de su cerebro, fue tomando el control de sus actos. Aquel concepto de deber, fue siendo sustituido, paulatinamente, por la asunción de su naturaleza. ¿Cómo podía él, un vulgar ser humano, ir en contra de la voluntad de dios? Porque, como a los más virtuosos, también él, había sido creado por dios. Y si el creador, lo había puesto en este mundo, lleno de abominaciones y calamidades, ¿por qué no debía él de cumplir con su cometido? Su deber pues, sería ser fiel a su naturaleza y no oponerse a ella.  

 

Su primera víctima, fue una joven que eligió al azar. Su suerte terminó, cuando comenzó la de Atila. Coincidieron en una calle estrecha, poco iluminada, de las afueras de Racoon Valley. Se agazapó en un portal de muros de piedra, alumbrado solamente por la claridad de una luna menguante, que hechizaba la atmósfera de aquel callejón, acostumbrado al duro trabajo de los tenderos del barrio. 

 

Mientras recorría aquel camino por segunda vez aquel día, se tocó con el pulgar la cicatriz del dedo indice de su mano derecha. Recordar el día de su iniciación, provocaba este acto reflejo. La herida tardó muchos días en sanar. Su mano había agarrado a la muchacha cubriéndole la boca para ahogar sus gritos. Ella se revolvió y apretó los dientes con todas sus fuerzas. Esta acción, desembocó en un grotesco grito de Atila, al intentar contener el dolor. Sin embargo, nadie apareció en el callejón y pudo terminar con la carnicería sin mayor impedimento. 

 

Acto seguido, emprendió por primera vez la marcha hacia su guarida. Cargaba con el cuerpo de la adolescente. Al tiempo que, las altas hierbas de aquel camino, todavía sin trazar, le entorpecían más si cabe el paso. Pero su voluntad, o quizás, el instinto de supervivencia, le empujaron hasta su destino, sin más inconvenientes, que unos arañazos y un incómodo dolor de espalda.

 

Entonces, surgieron las habladurías, el rumor de la muerte de la joven se propagó rápidamente. Y Atila no pudo contener su indignación. La comunidad de Racoon Valley, señalaba esa muerte como un cruel asesinato. ¡No! ¡Él no era un asesino! Él despreciaba a los asesinos. Él era un cazador, jamás hubiera matado a nadie sin necesidad, sencillamente, cazaba para comer.

 

Santiago Estenas Novoa

http://relatosantilogicos.blogspot.com/

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