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PRIMER ACTO

¡En la madrugada de un día domingo santo! Había llovido toda la noche hasta el alba. La naturaleza de la oferta y demanda ambiental,  el nivel y la forma de vinculación a la economía de mercado adoptado de producción propios de la vida campesina; habían hecho costumbre los aldeanos, de hacer ese día sabático aprovechable para salir al pueblo a vender sus productos, mercar, ir a la iglesia a orar, oír la santa misa y  visitar a sus familias y amistades.

Salían madrugado de sus viviendas; unos, montando sus briosos alazanes, y, otros, la gran mayoría; se trasladaban al villorrio de “Santa Ana” caminando con sus familias, ataviados a veces, de sus mejores pintas domingueras, halando de la brida al jumento cargado de abastos para ofertar, y, al que luego de vuelta, traerían colmadas sus ancas con la remesa semanal. 

En las madrugadas domínicas, el camino pedregoso de herradura se veía entrecortado y cenagoso, lleno de atajos con dificultades de paso en algunos sitios que rompen la traza del camino, consecuencia de los cerros que se elevaban en la zona. Largas romerías de gente parecidas a una procesión; caminan de prisa por el sendero  hacia el pueblo, lugar tranquilo, silencioso y muy de estilo español, que yace  explayado y apacible al pie de los declives de la cordillera.

Desde el momento de la conquista los indígenas han vivido un largo proceso histórico  de resistencia y defensa cultural y territorial; por tradición en el parque principal del pueblo situado frente a la iglesia, engalanaban en su amplia área; blancos toldos separados uno del otro entre sí, donde los vendedores, desde el día “sábado” disponían y exhibían regularmente los menajes de sus productos para la venta, a residentes y aldeanos visitantes, quiénes llegaban cada semana también a vender y comprar.

Las campanas de la iglesia pregonaban en el campanario de la iglesia desde las cuatro y media de la mañana. Más temprano que de costumbre para este evento semanal. El viento gélido de la comarca, llevaba a sus feligreses de todas las aldeas aledañas en sus mustias alas, el místico mensaje del llamado a misa. Muy a las cinco de la madrugada, el misacantano abría las puertas del templo, para celebrar la primera ofrenda del día.

Rayaba gris e impávida la mañana dominical. En el trayecto de ida al pueblo; alguien de los transeúntes detuvo su marcha en una orilla escarpada del camino, por una necesidad fisiológica. Tan pronto se libraba del martirio de su micción, miro por casualidad hacia bajo del zanjón; y algo, le causo curiosidad. En el fondo se avistaba el cuerpo de alguien inmóvil, tirado boca arriba. ¡Parecía que estuviera muerto!

De inmediato el observador aterrorizado, comenzó a gritar a todo pulmón ¡Hay alguien tirado allí… abajo! Apuntando con el dedo índice de su mano derecha. ¡Parece que estuviera muerto! Los andarines casuales que iban y venían por el camino enlodado, en ese momento detenían su marcha en el lugar de los hechos a mirar ¿qué pasaba… llenos de curiosidad?

Efectivamente, entre el fango sobre matorrales quebradizos y abrojos, yacía el cuerpo de alguien. Se miraba la complexión de un hombre de tez morena; de cabellos lacios y rostro enjuto, magullado y algo abrasado por el frio boca arriba. Tenía terciada una ruana de lana de color café, que como frazada le cobijaba parte de su torso desnudo; los jirones de su pantalón, dejaban ver sus velludas piernas golpeadas untadas de lodo y los pies descalzos… No había vestigios de sangre derramada en su humanidad. Solo le invadían profundos moretones debido a las contusiones que las provocaron.

Un poco más allá del siniestro escenario, había una mochila, un zurriago y un sombrero en pelo oscuro. Estos haberes, eran hasta el momento los únicos rastros; quedos testigos del fatal suceso.

 

 SEGUNDO ACTO

Como un hecho sin precedentes, corrió el rumor del hallazgo del supuesto cadáver por toda la comarca. Y, antes de que las autoridades hicieran presencia en el lugar; este ya estaba colmado de curiosos que seguían llegando alarmados, amotinándose en la parte superior de la orilla de la acequia.

Todos se preguntaban unos a otros con inquietante curiosidad ¿Qué paso aquí? Pero, entre fisgones no encontraban respuesta a sus dudas. Nadie sabía nada, hasta que alguien rompió el hielo en medio de la confusión cuando exclamó seguro.

¡Ho, Dios mío!

¡Es Dámaso, el marido de Begonia!

¡Qué horror, lo dejaron bien muerto!

A lo que, otros mirones de entre la multitud se sumaban al chisme comentando:

¿Si de verdad es Dámaso? ¡Se lo tenía bien merecido, por andar de resbaloso engañando incautas en el pueblo!

¡El muy desdichado, se ufanaba de serle infiel a su mujer!

Bueno ¿Y, si es él? ¡Habrá que avisarle a Begonia, su esposa, de la suerte de su marido!

¡Qué mal va recibir mi vecina, la fragosa noticia!

¡A pesar de que el difunto fuera malo, no deja de ser un golpe duro para esa desdichada y sus hijos!

A una hora de camino, estaba la comandancia de policía del pueblo. La autoridad recibió la noticia del hallazgo de un cadáver, en una acequia a la orilla del camino denominado “Alto del Ángel”.  Agentes de turno se disponían a ir con su comandante para practicarle al occiso el levantamiento.

Mientras tanto, en el lugar de los hechos, el sol tímidamente comenzaba a despertar entre el celaje con la mañana, dejando sentir el calor de sus nimbos de luz, en la fría aurora dominical. Cada vez, más mirones seguían aglomerándose, siendo la suerte del infeliz “Dámaso” la comidilla de todos en ese aciago momento. El tiempo transcurría quedo y parsimonioso. Pareciera que también los segundos, hubieran detenido su paso, como indiscretos expectantes de lo acaecido.

Estando todos a la espera de las autoridades; en el sitio del magnicidio, sucedió de pronto algo insólito. Tal vez, debido al calor matutino que comenzaba a filtrarse raudo en el lugar; Intempestivamente el sofrió cadáver, después de dar un quejido angustioso de sofoco; ante las miradas de los presentes, principio a moverse entre el barrizal.

Trabajosamente, aquel varón corpulentos se fue alzando hasta quedar de pie completamente. Luego de cavilar extrañado, se inclinó a recoger la mochila, el zurriago y su sombrero que situó sobre su cabeza.  Al no poder salir por sus propios medios de donde se encontraba, solicito ayuda a los presentes, y estos en un acto de solidaridad, al tiempo extendieron sus brazos para poderlo sacar del lugar. Después de salir a la orilla, se veía inexpresivo, su mirada perdida entre los parpados flojos, arrugados, transfigurada tal vez por una pesadilla de horror vivida. Atónito y algo haraposo, este sujeto volvía a integrarse a la luz, al reino de los vivos.

Debido a sus contusiones que mostraba en la cara y cuerpo; y por lo embarrado de fango de sus prendas andrajosas que tenía puesto, parecía un “zombi solitario”. La aglomeración de mirones al verlo levantarse y salir vivo de aquella cloaca natural, a la mayoría les dio susto, y algunos salieron corriendo despavoridos para todas partes gritando al unísono ¡Dios mío, el bien muerto revivió! ¡Esto es obra del demonio! ¡Sálvese el que pueda del muerto viviente! 

El interfecto no entendía nada de lo que estaba pasando en ese momento. Y al no ordenar claramente sus ideas, solo alcanzaba a murmurar: ¿Qué pasa?  ¿Porque hay tanta gente a mí alrededor?   ¿Dónde estoy? y ¿Por qué dicen que estuve muerto? Luego, recordó algo… y ¿Mi caballo? ¡Qué ha pasado con “Plutarco”! Los pocos valientes curiosos que quedaron, ninguno le respondía. Pero, si con temor, se iban acercando en torno a él, desconfiados. Querían cerciorarse que, lo que estaba sucediendo definitivamente era realidad.

En ese momento los gendarmes llegaban al lugar montados en sus percherones, venían desconcertados. En su trayecto de venida por el camino empedrado y fangoso, se habían topado con varios transeúntes horrorizados, yendo al pueblo casi en estampita y gritando ¡El muerto revivió, en el “Alto del ángel” que Dios nos guarde! ¡Esto, lo tiene que saber el señor cura!

 

TERCER ACTO 

Ha transcurrido un tiempo considerable desde que ocurrió el regreso del interfecto a la vida.  Habiendo oteado los alrededores buscando a “Plutarco” Este, se encontraba sentado sobre la comisura de una roca del camino.  Sus ideas poco a poco se iban aclarado sabiendo con certeza ¿Qué le había ocurrido en la noche del día anterior?  A los mirones, que frecuentemente lo asediaban; no paraba de preguntar y recomendarles, por el paradero de su noble animal “Plutarco”.

Los integrantes del destacamento llegaron en ese momento al lugar y bajando de sus monturas, procedieron a preguntar a los concurrentes cotillas: ¿Dónde se encuentra el muerto? Y estos contestaron ¡Mírenlo allí, está sentado en aquella roca! - Hace poco resucitó -. El comandante y demás funcionarios asombrados por los hechos, se dirigieron hacia el ex occiso para interrogarlo y aclarar lo insólito de lo ocurrido.

A ver amigo ¿Cómo te llamas? – me llamo Dámaso, señor- ¿y qué paso contigo, venias embriagado? – un poco – respondió.  ¿Venias a pie o en caballo?  - venia montado en mi jaco llamado “Plutarco”, señor. 

Entonces ¿Tu caballo se desboco lanzándote a la acequia?  Si señor, – pero no fue por su culpa que me aterrizara en la zanja - entonces ¿Por culpa de quién, fue? – de las animas, señor. En ese momento su rostro se transfiguro lo mismo que sus ojos se desorbitaron al recordar ¿Cómo así, las ánimas? – Si de ellas mismas - ¿De qué animas hablas? -  De las ánimas en pena que salen de los infiernos los días santos en las noches a divagar por el campo y los bosques. ¿Me estás hablando en serio? Sí señor - y continuo refiriendo - Las de anoche, eran almas protervas que buscaban a quien llevarse al averno. Pero, conmigo no lo consiguieron. ¿Quieres decir, que ellas te iban a transportar a ese lugar por la fuerza? Sí, señor ¿Y tú hablas de eso, como si fuera nada? – Ahora vera lo que paso, acérquese le cuento- Y comenzó a narrar su fatídica aventura con lacónico desparpajo:

Antes de la media noche de ayer, sábado santo: Salí algo beodo de la cantina de “Gertrudis” la que queda cerca a la plaza.  En ese antro de perdición, estuve enclaustrado desde temprano libando con amigos y amigas oriundas de la capital. Fue una francachela de ensueño la que viví, tal vez comparada con una de las tantas que hizo “Baco” dios del vino en el Olimpo. Solo que por su porte celestial pagano, no lo supere en esta hazaña. Como en el pueblo y algunas comarcas aledañas la energía eléctrica carece por completo. Decidí alejarme de allí. “Plutarco” mi caballo retinto, aún permanecía ensillado en el amarradero paciendo hortalizas, suministradas por la hortelana de la cantina. Le acomode el ronzal en su hocico y lo desamarre del palote. Con algo de dificultad, puse mi pie izquierdo sobre el estribo y cogido del pomo me subí a la silla. Poco después, nocherniego y solitario cruzaba cabalgando la plaza desolada y la calle principal oscura; hacia las estribaciones del pasaje pedregoso del camino, que me llevaría de vuelta hasta mi hogar; por entre ondulantes colinas, cubiertas por un velo de sombras de sicomoros, matorrales y árboles frondosos.

Después de haber amainado la tempestad, la noche era fría y ventosa. Entre lo claro y sereno de los parajes nocturnales “Plutarco” y yo arrebujado entre la ruana, avanzábamos seguros en el recorrido. El eco de sus cascos chocando al pisar el cascajo, hacía que el sonsonete de su galope me mantuviera despierto para no caerme del caballo vencido de sueño.  No me preocupe por averiguar ¿Qué hora era? Iba absorto en mis pensamientos casi doblegados por el frio, el sueño y la resaca que ya comenzaba a surtirme efecto, cuando de pronto escuche, desde muy lejos y… luego de bien cerca y al tiempo, casi que en coro, aullar los perros de una manera desaforada, como asustados por algo. El silencio de la noche se interrumpió con los ladridos de la jauría angustiada.  Un escalofrió, me invadió. Sentí miedo reaccionando de inmediato. Trate de calmar a “Plutarco” que se paró de redondo en medio del camino, quedándose inmóvil como una columna de concreto. Temblaba. Su larga crin que bellamente le adornaba la nuca y la cabeza, se crispo, lo mismo que sus orejas por el pánico. No me valió azuzarlo, ni espolearlo y darle hasta el cansancio con el zurriago, para que avanzara. Este, trataba más de retroceder antes que, dar un paso adelante –su agudo oído y olfato, había detectado la presencia de algo extraño que se nos acercaba-

Hubo un instante de silencio en el espacio puro de la noche. De repente, salto a la vista la espeluznante aparición de una turba de siluetas vaporosas decapitadas, que venían flotando junto con sus cabezas cercenadas envueltas en flamas crepitantes y cegadoras sobre la ingente plataforma de una carreta; tirada por tres briosos corceles de ojos grandes purpúreos, que expedían fuego y humo azufrado por las cárcavas de sus narices con cada relincho atronador. Engastadas a la estructura por medio de cadenas, venían las ánimas atadas maldiciendo su desgracia y balbuceando gemidos lastimeros de dolor. Todo era de infarto ese momento. El contorno se iluminaba. Bufaba el viento melancólico más fuerte desde la montaña y luego desertaba espantado del lugar ancho y frio hacia el espacio sideral.

Al ver tan horrenda aparición, trate de alejarme del lugar en mi caballo, haciéndome cruces. Pero no fue posible. Este, no respondió a mi tentativa y de una manera feroz corcoveo, arrojándome por los aires al fondo de la acequia, echándose a correr velozmente, carretera abajo...

Después de caer… todo mi ego en ese momento entraba en una cóncava mudes que como un remolino me envolvía, transportándome a la nada, por un paraje desconocido al más allá. 

Dentro de mí sopor de inconciencia me sentí atrapado en otra dimensión. Mis párpados pesaban como cortinas de hierro, que cubrían mis ojos atrapados entre sus arcadas, cerrándolos más y más. Sentí que la triga con su espelúznate cargamento, se acercaba lentamente llamándome con voz baja cavernosa y entrecortada de ultratumba por mi nombre - Dámaso, Dámaso ven… es hora que estés con nosotros en el infierno - y más se acercaban a mí, sentía calor y las llamas chamuscándome - tu lugar está en el infierno, ven y súbete- y horrorizado respondí - ¿Qué quieren de mí…? No… que infierno ni que nada, demonios hijos de puta, no van atemorizarme ni a llevarme a ese lugar. Apártense de mí- Dios es mi lema y estoy con él y la virgen María. Y en medio del horror comencé a rezar fervorosamente.

Los segundos en ese momento eran siglos y luego de una lánguida pausa, sin salir de mi trance, con esfuerzo abrí mis ojos y, estupefacto advertí que además de otros llevaban ligados con cadenas los espíritus de: Gertrudis, la anfitriona del lenocinio, mujer bella pero adultera por naturaleza; Jacinto, viejo ricacho, terrateniente avaro de la comarca; Alipio, el ex sacristán de la parroquia, un demente sin escrúpulos protagonista de infaustas historias, prófugo de la justicia, y… ¡ah! Y mi comadre Julia, vieja mal viviente que la gente trata como escoria por lo perversa. Ellos, aún no han muerto y sus almas ya se encuentran penando en este plano astral.

Al divisar la macabra aparición acercándose, y al sentir sus zarpas   por encima de mí tratando de agarrarme; me aferre al escapulario bendito de la virgen de las “Lajas” y sacando fuerzas con valor, la invoque con fervor- ¡Ave María Purísima, líbrame de todo mal! ¡No dejes que me lleven, ayúdame a salir de esta terrible pesadilla y te prometo que cambiare!  En ese mismo instante como en cuento de hadas, todo el tétrico panorama se convirtió en un tornado que bramando se alejaba, desvaneciéndose por encima de los árboles hasta las montañas. 

Sentí paz en ese momento y extenuado entre en una profunda inconciencia, hasta la madrugada cuando desperté.

Los concurrentes y gendarmes atónitos, no daban crédito a lo que habían escuchado de labios del resucitado. Dámaso, expresamente antes de concluir la historia, había manifestado el deseo de ir a donde el capellán, para confesar sus pecados y recibir la absolución.

Los representantes de la autoridad, por petición expresa de él, optaron en prestarle a uno de sus caballos, para trasladase a la curia del pueblo. Mientras tanto, los curiosos se iban poco a poco disipando de la zona para distintos lugares; con el sabor amargo que deja la confusión y el desconcierto de no comprender; si lo que vivió Dámaso, fue realmente un espejismo producto de su borrachera o una realidad extranormal premonitoria sin precedentes.

A buen trote montaba “Dámaso” la bestia, acompañado de los gendarmes; iban alejándose del lugar de los hechos rumbo a la iglesia del pueblo, resuelto a cumplirle la promesa a la " Virgen de las Lajas" con su ferviente deseo de ser otro en la vida.

De pronto  escucho cerca el relincho de su noble caballo retinto “Plutarco”. Alguien lo había encontrado en el camino rezagado y lo traía tirado de la brida para entregarlo a "Damaso "su dueño.

 

 

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